El mito: Discurso verdadero sobre un objeto ideal

El mito: Discurso verdadero sobre un objeto ideal

Con el cristianismo no hay problema de identidad genealógica, porque no es una religión paleo-semita. Surgió en el 303 y fue oficializada por Constantino en el 313. Creada por Lactancio (c. 245- c. 325), ciudadano romano helenizado residente en Leptis Magna, antigua Cartago, hoy Túnez, profesor de retórica, ayudado por Eusebio de Cesárea (c. 263. 339).

El cristianismo fue una religión de esclavos surgida luego de los levantamientos de Espartaco y otros líderes en contra del Imperio Romano, pero también fue religión acogida por todos los pueblos conquistados del Oriente Próximo y el Mediterráneo, esclavizados y obligados a pagar grandes tributos en granos y metales preciosos al Imperio para mantener la vagancia de las élites gobernantes que no trabajaban y cosechaban el fruto de sus huertas y minas con el trabajo de los esclavos esparcidos por todo el mundo conocido de aquella época: Hispania, lo que se llama hoy el Magreb, Siria, Palestina, Israel, Palmira, Persia, Grecia y parte de la Mesopotamia.

El Imperio Romano entra en crisis total justamente en el momento en que ya no hay más tierras que conquistar ni más esclavos que esclavizar. Es la disolución total en manos de los “bárbaros” (vikingos, galos, normandos, bretones, las tribus alemanas del Este, etc.), pero el Imperio Romano sobrevivió cuando fue trasladado a Bizancio (actual Turquía) y Constantino estableció la capital en Constantinopla, cuya caída en manos de los turcos musulmanes se produjo en 1453, fin del feudalismo e inicio de la llamada era Moderna.

El cristianismo es una religión muy joven comparada con las trimurtis de Egipto, la India védica, Mesopotamia (Acadia, Sumeria, Asiria, Babilonia, los hititas y ni hablar de la China y Japón), pero es un meltingpot de todas las religiones paleo-semitas que luego cristalizaron en Grecia con el panteón del monte Olimpo.

El hecho de que los distintos libros del Nuevo Testamento fueran escritos por hombres helenizados como Lactancio y Eusebio, quienes no eran judíos ni hablaban el hebreo, es ya una prueba documental irrefutable para la filología clásica del origen histórico de esta religión que de los egipcios copió su escatología; de los paleo-semitas el mito de Tammuz, según Eliade: «Hemos comprobado que los mitos lunares permitían una visión optimista de la vida en general; todo ocurre de modo cíclico, la muerte es inevitablemente seguida por una resurrección; el cataclismo, por una nueva creación.

El mito paradigmático de Tammuz (extendido también a otras divinidades mesopotámicas) nos propone una nueva validación de ese mismo optimismo: no es solo la muerte del individuo la que se ‘salva’, sino también sus sufrimientos». (El mito del eterno retorno. Buenos Aires: Emecé, 1968, p. 42).

Este es el retrato vivo de Jesús, trimurti: Dios, Hijo y Espíritu Santo: copia griega de Zeus y sus hijos engendrados de una mortal (la virgen María) y cuyo hijo debía morir y resucitar, al igual que debían morir, por ser mortales, todos los hijos de Zeus engendrados de esta manera.

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Michel Foucault, filósofo e historiador de las ideas.

Pero estas son muertes simbólicas, porque se trata de mitos, es decir, de hechos que no ocurrieron en la realidad, sino que lo real es el discurso que narra la aparición de esas apariencias, verbigracia, de esos fantasmas opuestos al ser de la vida, pero que el concepto de amor (caritas), ayudado por el de la fe, un invento de los profetas de visiones y audiciones terroríficas con el mito del sacrificio de Isaac por su padre Abrahán, cimentaron la zapata de un cristianismo que le otorgó una dimensión nueva al concepto de amor como igualdad de todos los seres humanos ante la ley de Dios, una especie de “derechos humanos” de la Ilustración avant la lettre. Ese concepto nuevo del amor no lo conocieron las religiones paleo-semitas.

Tanto en el Viejo Testamento como en el Nuevo, los intereses del becerro de oro al que los sujetos sacrifican sus valores éticos y morales, les impiden cumplir los preceptos contenidos en los diez mandamientos escritos en la tabla de la Ley de Moisés.

Pero así como todo lo viviente en esta Tierra es inseparable de su contradicción, desde la oficialización misma del cristianismo por Constantino en el Concilio de Nicea, surgieron en el seno de ese cónclave junto al catolicismo las sectas disidentes, llamadas herejías por los gestores de la nueva religión (Arrio, Celso, cátaros, valdenses y decenas de otras sectas, y con las iglesias ortodoxa griega y ortodoxa rusa, etc.) hasta que la Iglesia oficial decidió extirparlas todas y convertirse en religión única, católica, apostólica y romana.

Pero no duraría mucho tiempo ese absolutismo y exclusivismo católico ante la enorme diversidad de pueblos mediterráneos, indoeuropeos y próximo-orientales con culturas disímiles que abrazaron distintas versiones del cristianismo.

Con Guillermo de Ockham (1295-1350) y su libro Sobre el gobierno tiránico del Papa se inicia la disidencia que sería precursora de Enrique VIII y su iglesia anglicana en Inglaterra y de Lutero y su iglesia protestante o luterana en Alemania cuando clavó en 1519 en la iglesia de Wittenberg sus 95 tesis en contra de ese gobierno tiránico de los papas. El resto es historia.

¿Es realmente monoteísta una religión como el cristianismo que en su versión católica adora, como los dioses del Olimpo y el panteón romano, al Padre, al Hijo, al Espíritu Santo, a la virgen María, a las once mil vírgenes, cinco mil santos y otros tantos beatos? Todos, con sus fiestas cíclicas, cumplen una función de teofanía, epifanía y hierofanía.

Tanto para los judíos como para los cristianos, Dios y su hijo Jesús, son dioses ociosos, según el concepto de Eliade, porque Israel espera la llegada del Mesías y se atiene al principio de la esperanza, como lo estudió Ernst Bloch (El principio esperanza, t. I, 2007 [2004], t. II, 2006 y t. III, 2007. Ed. De Francisco Serra. Madrid: Trotta).

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Para los cristianos, el Mesías llegó, pero se espera su segunda venida el día del Juicio Final y, mientras tanto, los creyentes viven aterrorizados cada vez que se acerca un milenio. El concepto de dios ocioso lo explica Eliade así: «El Padre Todopoderoso y los demás habitantes del Cielo no se han interesado nunca en lo que sucede en la Tierra. Los malhechores no le temen al Dios Todopoderoso celestial, pero sí a la ira de los ancestros totémicos y a los castigos de las autoridades tribales. (…) (…) todos los actos creadores y significativos fueron realizados por los ancestros totémicos salidos de la tierra. Se trata, en definitiva, de la transformación casi total de un Ser celestial en un deus otiosus.

La etapa siguiente es el olvido definitivo; lo que ocurrió probablemente a los vecinos de los Aranda occidentales, donde Strehlow no halló creencias comparables (…) Y, sin embargo, algunos rasgos característicos permiten ordenar entre los Seres Supremos incluso al Dios Todopoderoso eternamente joven, indiferente, ocioso y ‘trascendente’. Existe, antes que nada, su inmortalidad, su juventud y su existencia beatífica; existe enseguida su anterioridad cronológica con relación a los ancestros totémicos, porque él existió en el Cielo mucho antes que estos últimos no emergieran de la tierra.

Finalmente, el valor religioso del Cielo está proclamado en los mitos; por ejemplo, en los mitos de algunos héroes que conquistaron la inmortalidad al subir al Cielo; o en las tradiciones míticas de los árboles o de las escaleras que, al inicio, unían Tierra y Cielo; y sobre todo en las creencias aranda según las cuales la muerte apareció porque las comunicaciones entre el Tierra y el Cielo fueron abruptamente suspendidas.»

(La nostalgie des origines. París: Gallimard, Folio, 1999, pp. 140-41). Un dios ocioso está llamado a morir o desaparecer a causa de su infuncionalidad. El Dios de Moisés y el Jesús de los cristianos están en la misma situación: un día, los judíos que verán el año 3001 se cansarán de esperar al Mesías y los cristianos se cansarán en el 3001 de esperar la llegada del Juicio Final.

A causa del becerro de oro, existe una imposibilidad de cumplir con los diez mandamientos dados a Moisés y adoptados por el cristianismo, debido a que los sujetos anteponen sus intereses personales a sus principios éticos y morales.

El amor y la igualdad de todos ante la ley de Dios es un imposible. Los fariseos ganan la partida. Occidente heredó el concepto de amor de las religiones politeístas de Grecia y Roma. En Roma, y lo mismo ocurrió casi igual en Grecia, «… los casados, especialmente entre las clases privilegiadas, solían hacer vida en habitaciones separadas.

Al fin y al cabo, los matrimonios eran de conveniencia, y en las relaciones entre esposo y esposa, si bien podía haber cordialidad, no se contemplaba el cariño o la intimidad.» (Antonio Gil Ambrona. Historia de la violencia contra las mujeres. Misoginia y conflicto matrimonial en España. Madrid: Cátedra, 2008, p. 39).

Con respecto al amor y al matrimonio, lo que ha habido en Occidente son variaciones jurídicas sobre el mismo tema, como diría un compositor sinfónico. Ni siquiera los trovadores pudieron cambiar esta concepción del amor codificado por el derecho romano, concepto que pasó a Occidente y sus jurisprudencias y no ha valido romanticismo, liberación de la mujer, feminismos, anarquismos y marxismos. Una de las religiones más permisivas del mundo es la católica.

Puedes cometer los pecados más abominables a los ojos de Dios y basta con que se los confiese al cura, quien te absuelve con tal de que te arrepientas y reces cinco padrenuestros y cinco avemarías. Al día siguiente puedes cometer los pecados más horrendos y basta con que repitas la misma operación del día anterior.

El siglo XX se desgastó en búsqueda de la felicidad. Surgieron sicólogos, siquiatras, sicoanalistas, profesionales de la conducta, coaches por millones y ninguno logró esculpir, a partir del socrático conócete a ti mismo y del dominio y cuidado de sí de los estoicos, dos parejas como Plinio y Calpurnia e Iscómaco y su innominada mujer (Sócrates y Jenofonte la conocieron, pero prefirieron ignorar su nombre (Michel Foucault. La inquietud de sí. Buenos Aires: Siglo XXI, 2005p.76).

El siglo XXI va por el mismo camino, pero más extraviado, porque han surgido la desideologización de las grandes prácticas sociales, el predominio de la cultura light a escala planetaria, la desmovilización política y el desprecio por el conocimiento y las ciencias duras, pero sobre todo por las humanidades.

Existen tres tipos de amores: entre un hombre y una mujer; 2, entre dos hombres (un erasto y un erómeno) y 3, entre dos mujeres. Cada una de las parejas de homosexuales hembras y varones deben asumir por turnos la posición de hombre y mujer.

Si no lo hacen, no hay felicidad, porque el amor es la felicidad del placer sexual compartido. Hoy, gracias a Foucault y su libro La inquietud de sí podemos emprender el recorrido de este doctorado en felicidad griega que comenzó con la pedagogía desde la infancia, la pubertad, la adolescencia hasta la adultez y culmina en día de la muerte con el restablecimiento de los tres tipos de amores que implican por lógica el placer sexual recíproco.

El primer tipo de amor es el matrimonio: “… las mujeres, a quien sabe usar de ellas, son capaces de ofrecer todos los placeres que los muchachos pueden dar; estos no pueden proporcionar el que se reserva al sexo femenino. Las mujeres son pues capaces de dar todas las formas de voluptuosidad, incluso las que más les gustan a los amantes de los muchachos,” (P, 204).

El segundo tipo de amor es el homosexual entre hombres: “…de la constitución de un lazo donde el papel del erasto y del erómeno no pueden ya distinguirse, ya que la igualdad es perfecta a la reversibilidad total. Así, dice Calicrátides, habría sucedido con Orestes y Pílades, a propósito de los cuales era tradicional preguntarse como para Aquiles y Patroclo, quién era el amante y quién el amado”. (P. 208).

Por último, el tercer tipo de amor es entre mujeres, llamado amor lésbico, en el que debe primar la misma relación que acaba de especificarse para el segundo tipo de amor: tiene que haber reversibilidad total donde ya no se distinga quién es la que asume la posición de hombre y quién la de mujer.

Erasta y erómena deben intercambiar papeles hasta que recíprocamente produzcan la charisy el Eros, o sea el amor carnal y el placer sexual como un todo dialéctico. Si en el amor de los muchachos y el de las muchachas esta reciprocidad y reversibilidad total no se produce, entonces reinan el odio, la ira, el sufrimiento, el conflicto y hasta el asesinato, porque entonces solo un miembro de la pareja recibe place y el otro, no. (Pp. 205, 208).

El mundo vivirá con la práctica de estos tres tipos de amor hasta el día en el que el Sol se apague en la Tierra. Si no ocurre que emigramos a otro planeta con oxígeno y Sol capaces de albergar nuestra vida humana.

Salidos del estoicismo y de jirones del epicureísmo teorizados entre los siglos I y III antes de Cristo, a partir del siglo IV, el cristianismo y sus variantes posteriores, con la iglesia Católica al frente, no han sido capaces de asumir estos tres tipos de amor y prefirieron acogerse al amor construido por la novela griega a partir de Heliodoro (Etiópicas, Teágenes y Cariclea), que centró la relación de pareja en el amor con el fin único de la procreación, en la virginidad, la castidad y la extirpación de la relación sexual con fines de placer recíproco, y basadas en otras novelas bizantinas como Quereas y Calirroe, Leucipe y Clitofonte que son más ambiguas en su moral amorosa, pero que prefiguran, junto con Teágenes y Cariclea, lo que será el amor cortés de los trovadores en el siglo XI.

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