En la década de los 50 del siglo pasado, el economista estadounidense Robert Solow desarrolló un modelo de crecimiento económico a largo plazo. En dicho modelo, Solow trata de explicar que el crecimiento económico se obtiene a través de la acumulación de capital, el crecimiento poblacional, el aumento de la productividad o el progreso tecnológico. De acuerdo con Solow, la acumulación de capital cambia según la inversión neta, la cual se ajusta por la depreciación. En cuanto al crecimiento poblacional, Solow asume que es constante; por tal razón, no considera factores exógenos que afecten a la población, como el incremento abrupto de la fuerza laboral o su envejecimiento.
De acuerdo con el modelo de crecimiento de Solow, la variable que explica el aumento de la productividad es el progreso tecnológico. Solow lo define como una función de la producción, ya que los trabajadores logran producir más con menos insumos, y, por consiguiente, los niveles de producción fluctúan según la productividad. Sin embargo, Solow nos dejó dos interrogantes importantes en su modelo: ¿Cómo se obtiene la productividad? y ¿Qué sucede con el flujo de inversiones?
Solow explica de manera detallada en su modelo de crecimiento económico que, a través del aumento de la productividad fruto del progreso tecnológico, los países más pobres pueden alcanzar un crecimiento económico sostenido, que les permite incrementar sus ingresos hasta converger con los países ricos, traduciéndose en un aumento del consumo. Esto les permitiría a estos países alcanzar una etapa estable de crecimiento sostenido a largo plazo mediante la productividad. La realidad es que países como Japón, Corea del Sur y Singapur eran más pobres que la República Dominicana en 1960, y hoy son de los países más ricos del mundo. Todos tienen un denominador común: el progreso tecnológico del que hablaba Robert Solow en su modelo de crecimiento económico fue el catalizador de ese crecimiento sostenido a largo plazo.
Más adelante, otros economistas como David Romer y Gregory Mankiw mejoraron dicho modelo agregándole la variable de capital humano. Según ellos, dicha variable explica el incremento de la productividad de la que habla Robert Solow en su modelo. Dicho esto, esa es la razón por la cual las inversiones no fluyen en los países más pobres debido a su bajo nivel de capital humano, que se traduce en bajos niveles de productividad.
En el contexto de la República Dominicana, hemos visto a lo largo de los años cómo el nivel educativo sigue en decadencia en comparación con otros países de la región, sin equipararlo a escala planetaria. El crecimiento económico que ha experimentado el país en los últimos 50 años ha descansado sobre la base del turismo y las zonas francas, y, en última instancia, de las remesas que envían de manera constante los dominicanos residentes en el exterior, las cuales podrían superar los US$10,000 millones al cierre del 2023 por segunda vez en la historia del país desde que el Banco Central de la República Dominicana (BCRD) recopila las estadísticas.
Sin embargo, si la República Dominicana quiere dar el siguiente paso para alcanzar un crecimiento económico sostenido que refleje un aumento de los ingresos en una economía del conocimiento del siglo XXI, debe mirar hacia la diáspora dominicana.
Muchos, quizás por desconocimiento, creen que la diáspora dominicana solo se enfoca en trabajos de pocas calificaciones cognitivas cuando emigran al exterior, pero la realidad hoy en día no es así. La última generación de migrantes dominicanos en el extranjero, especialmente en los Estados Unidos, se ha formado académicamente en las mejores universidades, y muchos han iniciado proyectos de emprendimiento en el área tecnológica, generando alto valor agregado. Esto podría ser el motor del sector externo dominicano en las próximas décadas.
Si bien es cierto que el Gobierno dominicano ha iniciado programas que benefician a la diáspora en distintos renglones, desde la salud y la vivienda hasta la formación técnico-educativa, no es menos cierto que no existe un programa que identifique a esos jóvenes emprendedores en el área tecnológica y otras disciplinas para que inviertan en la República Dominicana. Por ejemplo, el Gobierno del estado-ciudad de Singapur tiene establecido un programa que identifica proyectos de emprendimiento en el área tecnológica de sus connacionales que se encuentran en el exterior, especialmente en Silicon Valley. Les realizan ofertas atractivas para atraerlos a su país de origen, generando así inversiones y empleos de calidad.
Entendemos que la República Dominicana tiene un largo camino por recorrer para alcanzar el desarrollo económico sostenido, y dicho objetivo va de la mano con un mejoramiento sustancial de su capital humano. Sin embargo, la diáspora dominicana podría ser un aliado perfecto, ya que podría transferir ese progreso tecnológico adquirido en playas extranjeras del que hablaba Solow, y que, junto con su acumulación de capital, serían la combinación perfecta para dar un paso cualitativo hacia el desarrollo que tanto soñamos los dominicanos de bien.