El Moisés de Miguel Angel

<p>El Moisés de Miguel Angel</p>

FABIO RAFAEL FIALLO
“Roma es un museo al aire libre”. Dicho popular que posee una total validez. En efecto, con sus ruinas y monumentos, supervivientes afortunados de disímiles edades, con sus fuentes empotradas en muros escondidos o expuestas a los cuatro vientos en glorietas despejadas, con sus escalinatas desplegadas a lo largo de siete colinas, con sus iglesias de múltiples estilos, la Ciudad Eterna ofrece al transeúnte el privilegio, único en este mundo, de emprender un recorrido a pie, y al descubierto, a través de tiempos soterrados.

En medio de ese anárquico amasijo de obras exquisitas, se yergue una iglesia de dimensiones medianas, la de San Pedro Encadenado, que por dos motivos diferentes reviste un carácter excepcional. Primero, al verla por primera vez desde la calle, el paseante tiene la impresión de encontrarse delante, no de una iglesia, sino de la mansión personal de algún condestable o prelado de alto rango del Medioevo o del Renacimiento. Segundo, y más importante aún, dicha iglesia aloja una de las obras maestras del arte universal: el Moisés de Miguel Ángel.

La estatua representa al Moisés de la Biblia, sentado después de bajar con los Diez Mandamientos del Monte Sinaí. Los detalles del rostro, el contorno muscular, la posición de las manos, todo, en resumen, hace pensar que se trata de un ser de carne y hueso. Incluso la mano derecha parece ligeramente más desarrollada que la izquierda, como si Miguel Ángel hubiese querido mostrar que Moisés era diestro. Ante tanta perfección, no tiene nada de sorprendente que, una vez acabada su escultura, Miguel Ángel le diese un golpe en la rodilla con el martillo de esculpir, exclamando al mismo tiempo: “¡Y ahora, habla!”.

Ese Moisés, desde luego, no es sino una estatua. Su autor no conoció al personaje que esculpió. No disponía a decir verdad de una imagen cualquiera del Moisés que menciona el Antiguo Testamento. Mas la perfección de la estatua en San Pedro Encadenado es tal, que resulta imposible para quien la haya contemplado imaginar un Moisés diferente de aquel que Miguel Ángel concibió.

El personaje en cuestión no tiene en lo más mínimo una mirada angelical, de éxtasis, como solía dárseles en los cuadros y esculturas de esos tiempos a los santos que habían supuestamente estado en contacto con el Señor. No: aquí se trata de alguien con el ceño fruncido, más bien fatigado, pensativo, algo preocupado por así decir.

De aquella estatua emana a mi juicio una lección capital: la pose y los rasgos del personaje indican que Moisés acababa de realizar una extenuante labor. Después de haber visto aquella estatua pienso que Moisés no se contentó con acoger pasivamente las Tablas de la Ley mientras se encontraba en el Monte Sinaí. Él recibió, cierto, los Diez Mandamientos, pero lo hizo al término de un diálogo, y por qué no de una discusión, incluso de una negociación, con el Creador. Moisés salió cansado del Sinaí porque no se limitó a recibir un texto preescrito: él trabajó para cocrear las Tablas de la Ley.

Después de haber visto aquella estatua, estoy persuadido de que tuvo que haber varios borradores, y que éstos debieron de ser objeto de múltiples correcciones sugeridas, exigidas, obtenidas, arrebatadas a Dios por Moisés. Estoy persuadido de que el ejercicio implicó un intenso regateo entre Moisés y Jehová antes de que el texto nos llegara en su versión definitiva. La participación activa de Moisés en la redacción de los Diez Mandamientos permitió, o mejor dicho logró, dejar la impronta humana en las Tablas de la Ley.

Admito que lo aquí descrito no es sino una impresión personal, la de este humilde autor. Pero no por personal, la impresión deja de ser plausible. Pues, como dice con razón el psicólogo Erich Fromm en su libro “Y seréis como dioses”, después de Moisés se acabaron en la Biblia las manifestaciones de la ira divina. Después de Moisés no hubo más diluvio universal en el que un Noé tuviese que guarecerse en su arca a fin de proteger las especies y los suyos. Después de Moisés cesaron también las órdenes caprichosas, como la que recibió Abraham de inmolar a su propio hijo Isaac. Utilizando la jerga política, podría decirse que con los Diez Mandamientos la superioridad divina pasó de monarquía absolutista a monarquía constitucional. Por ello hay quienes hacen remontar el origen de los derechos humanos a Moisés.

A partir de Moisés, en resumen, el ser humano conoce sus obligaciones ante Dios, sabe a qué atenerse, sabe lo que no debe hacer. A partir de Moisés, es un contrato racional y razonable el que nos une al Creador.

Cabe incluso preguntarse: ¿es que Dios hubiera escogido, para transmitirnos las Tablas de la Ley, alguien dispuesto a aceptar las mismas dócilmente, sin capacidad de discernimiento, y sobre todo, sin voluntad de representar y negociar ante Él los intereses y las preocupaciones de nosotros los humanos? De suerte que, si Dios escogió a Moisés para dialogar, redactar y formular el Decálogo famoso en el Monte Sinaí, Moisés tuvo que haber impresionado de antemano, por su espíritu crítico, al Creador.

La ausencia de diluvios devastadores y órdenes de inmolación a partir del Decálogo divino puede pues ser vista como el triunfo de la independencia mental encarnada por Moisés: un texto, por más sagrado o científico que éste pueda ser, no ha de recibirse sin desplegar todo el espíritu crítico que el ser humano posee y que le incumbe ejercer.

Ese espíritu crítico atraviesa de manera sistemática y fructífera la cultura judía, de la que sale Moisés. Se encuentra en Jesucristo, cuando se pone a contradecir a los reputadísimos, pero no por ello infalibles, sabios del Sanedrín. Se encuentra en Spinoza, cuando intenta explicar o demostrar el carácter humano, y el contexto histórico, de las Santas Escrituras. Se encuentra en Marx, Einstein y Freud, los tres grandes iconoclastas de la Edad Contemporánea, cuando dan al traste con certidumbres arraigadas en terrenos fundamentales.

Ese espíritu crítico, esa voluntad de discernir y cuestionar, muralla cuán eficaz contra los fanatismos de todo género, se hace en realidad imprescindible cada vez que el ser humano se ve confrontado a un texto supuestamente irrebasable, llámese éste Biblia, Corán, Destino Manifiesto o Capital. Y cuando ese espíritu crítico ha faltado, o no se ha podido manifestar, el resultado ha llevado por nombre guerras de religión, cruzadas imperiales, odios maniqueos y campos de concentración.

Es ese mensaje de independencia mental que inspira el Moisés de Miguel Ángel, mensaje de una sorprendente actualidad, el que, en estos albores del año 2007, he deseado compartir con el amigo lector.

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