El mundo de ayer

El mundo de ayer

Zweig, el escritor más leído de su tiempo, tenía nostalgia por el mundo que precedía a la Primera Guerra Mundial, el que correspondía al “tournant” del siglo, a los inicios del siglo XX.

Stefan Zweig en “El mundo de ayer”, su autobiografía, que había terminado en New York a principios de 1941, no hace ni siquiera alusión a los meses que llevaba residiendo en Brasil, menos aún a la vida intelectual ni a sus relaciones con poetas, críticos y novelistas, entre otros. El relato de su viaje de 1936 tiene un valor iterativo. No da cuenta de sus conferencias en Uruguay y Argentina a finales de 1940, sólo se limita a lamentar el mundo que la barbarie nazi le había arrancado. Tal vez la importancia de los acontecimientos mundiales, los límites que la lengua le establecía –a pesar de sus esfuerzos por aprenderla–, le impedían integrarse a la vida intelectual y cultural de Brasil y, al mismo tiempo, de América Latina. Su exilio sudamericano fue corto: del mes de julio de 1940 al 23 de febrero de 1942 –día en que se suicida junto a su mujer. Quizás en otras circunstancias su actitud hubiera sido diferente, como él deja entender en su carta de suicidio: “Siento el deseo de realizar un último deber: dirigir un profundo agradecimiento al Brasil, ese maravilloso país que me ha proporcionado, así que a mi trabajo, un reposo amical y hospitalario. Cada día he aprendido a quererlo más, y en ningún otro lugar hubiera querido construir una nueva existencia, ahora que el mundo de mi lenguaje ha desaparecido para mí y que mi patria espiritual, Europa, se ha destruido ella misma”.
Zweig, el escritor más leído de su tiempo, tenía nostalgia por el mundo que precedía a la Primera Guerra Mundial, el que correspondía al “tournant” del siglo, a los inicios del siglo XX. Lamentaba el esplendor de la Viena de entonces y de la esperanza que aportaba el nuevo siglo por un mundo mejor. El autor más famoso de su tiempo también caía en la trampa del pasado y, con razón, en el miedo a su presente que habían impuesto las hordas nazis que imperaban en Alemania, Austria y en varios países de Europa. El mito del pasado viene de lejos. Poetas medievales ya hablaban y hacían referencia al mundo latino del pasado como un mundo mejor. Recordemos, en guisa de ilustración, aquellos versos magníficos del español Jorge Manrique a propósito de la muerte de su padre: “como, a nuestro parescer;/ cualquiere tiempo passado/ fue mejor.” Y estos versos han tenido éxito desde entonces.
En realidad, esa nostalgia del pasado es temor al futuro, a lo desconocido e incierto. Después del aniquilamiento de la barbarie nazi en Alemania o del derrocamiento de la dictadura de Trujillo en República Dominicana, se han escuchado voces, consideradas inteligentes, que lamentan el “orden y la disciplina” que imperaba bajo esos regímenes totalitarios, para no mencionar otros semejantes de izquierda y de derecha. El egoísmo individual no piensa en que ese estado de cosas era a cambio del poco valor que esa maquinaria totalitaria daba al individuo. Después de la Segunda Guerra Mundial se inició, manera de hablar hay que admitirlo, la Guerra Fría. ¿Cuántas vidas costó a la humanidad la guerra de Corea en 1953, la intervención rusa en Budapest en 1956, la guerra de Viet-Nam a principios de 1961? ¿Cuántos niños africanos no han muerto de hambre desde entonces hasta nuestros días?
Enumerar hechos similares nos haría recordar el genocidio de Rwanda en 1994: guerra en Yugoeslavia, en Afganistán, en Irak, el terrorismo irresponsable y cobarde de Al-Qaeda en Estados Unidos el 11 de septiembre de 2001 y de Madrid el 11 de marzo de este año. El mundo de ayer y el de hoy se confunden. Ese mundo sólo lo conoce el que sobrevive, pero el pasado siempre ha sido, para el que echa un vistazo objetivo al transcurrir del tiempo, el mismo. El mundo de ayer debería enseñarnos a corregir el camino a seguir en el futuro, pero no hay la voluntad necesaria para esto. Desde los tiempos más remotos se tiene la intención de señalar el camino correcto. Hay quienes creen que el mismo Dios sacrificó a su propio hijo para redimir nuestras culpas. Cualquier tiempo pasado no es mejor. Lo pasado es irreversible y no se puede cambiar la historia. El presente, el día de hoy, tendrá siempre aspecto de futuro. De cada minuto que iniciamos desconocemos su final. Eso nos aterra.
El mundo se ha reducido con la velocidad que ha tomado la información. La televisión y la internet nos han puesto a vivir al instante, a pesar de la diferencia de hora entre uno y otro hemisferio, lo que pasa en el lugar más apartado del planeta lo cual, en lugar de alegrarnos, nos atemoriza. Hoy, gracias a los adelantos científicos, vivimos más tiempo que hace menos de cincuenta años. Los que creen que el mundo de ayer, el que conocieron, es mejor que el que les espera en este bajo mundo, no se dan cuenta que lo que les impresiona es haber sobrevivido a la dureza del otro. Nada más. Durante la Edad Media, dice el historiador Georges Duby, el hombre de entonces no le temía a la muerte porque creía que había algo después de cumplir su misión en la tierra. El de hoy, por ser más realista y menos espiritual, le teme al futuro y cree, como Manrique, que “cualquiere tiempo passado/ fue mejor”.

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