El mundo de las estatuas

El mundo de las estatuas

TONY PÉREZ
Estados Unidos y Cuba, eternos rivales ideológicos de América y el Caribe, tienen algo en común que carece República Dominicana: el respeto absoluto a sus héroes y monumentos. Uno rico y poderoso, otro pobre y embargado, cada uno vive su sistema, pero sin perder de vista los esfuerzos de hombres y mujeres que a golpe de fuego e ideas forjaron el presente.

¿A quién se le ocurriría la ingrata idea de mearse o defecarse al pie de una estatua de Washington o de José Martí? ¿A quién se le ocurriría siquiera pensar en fumarse un pitillo de marihuana o quemarse el cerebro con una dosis de cocaína sobre la tumba de Martin Luther King o Máximo Gómez?

Muchos menos engancharse en la Estatua de la Libertad o en la de Antonio Maceo a escribir una graffiti insolente. Mucho menos violentar la solemnidad del Parque de los Caídos o el Memorial del Che Guevara con arrumacos homosexuales y camas de cartones y periódicos para siestas de mendigos, locos, drogadictos y limpiacristales de todas las edades.

Nadie se atrevería a pisotear el silencio que caracteriza al monumento a Lincoln o la Plaza de la Revolución, so pena de ser enviado sin parada técnica a la cárcel. Como nadie se atrevería a escribir frases insultantes en las paredes del FBI y el Pentágono de Washington o en los edificios de las fuerzas armadas y la policía cubanas.

En República Dominicana presenciamos, en cambio, escenas bochornosas que pasan inadvertidas ante casi todos, quizás por su recurrencia, quizás por la especie de hipnosis social que ha sembrado la histórica corruptela que ha sustituido la médula de sociedad. En esta isla caribeña hay monumentos por doquier, pero da la impresión de que han sido edificados más para justificar gastos o para estar a la moda que para honrar a héroes y próceres.

Hasta hace poco, el Centro de los Héroes era un centro de perversión. Tierra de nadie donde hacían el amor desarrapados y adultos-mayores aterrorizados porque se les agotan sus últimos cartuchos de sexo. El Parque Independencia ya se conoce mucho más en algunos segmentos de la sociedad por ser escenario de cueros, proxenetas y tígueres que por su carácter histórico. Las deportistas sexuales y sus clientes parecen siluetas de zombis atrapadas por las noches oscuras de la capital.

Las estatuas y otros monumentos mueren de soledad desde el mismo día de su pomposa inauguración oficial. O para decirlo mejor: quedan a expensas de hombres y mujeres, niños (as) de la calle y toda suerte de intrusos. No sería extraño ver a un (a) demente bañarse encuero y luego echarse a dormir como lirón hasta que el hambre le despierte o ver a un ladrón pensando en su próxima víctima. Tampoco sería extraño ver una base de cemento sin el busto bronceado del Padre de la Patria, Juan Pablo Duarte o ver la estatua de un héroe con la mano abierta porque alguien se llevó la espada de bronce para venderla a los fundidores.

Los cementerios son espacios tan inseguros que enervan a los muertos. No sería raro si alguien que allí ore por sus deudos, termine sepultado a su lado a causa de un atraco. Ni hablar de los robos de ataúdes y prendas dejadas a los fallecidos. Se pillan las coronas, los velones y hasta los centavos dejados por consejos de las creencias populares. Ante esta realidad, es común ya que a la hora del entierro los sepultureros rompan los ataúdes para evitar que, horas después, los ladrones vayan por ellos par revenderlos. En República Dominicana hay camposantos donde lo menos que se hace son transacciones de drogas y reparticiones de botines de atracos y hay otros de importancia histórica, como el Independencia, que apenas son conocidos por esta generación de jóvenes. Y otros, como el de la Máximo Gómez, que son más conocidos por las travesuras de los visitantes inoportunos que por los héroes y mártires que allí descansan.

Ante estatuas que se derriten de soledad, urge agruparlas en una gran plaza donde prime la solemnidad, la seguridad y un programa permanente orientado a la generación de una conciencia ciudadana nueva de respeto a nuestros valores.

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