El Muro Roto

El Muro Roto

EMMANUEL RAMOS MESSINA
Esto hasta da miedo contarlo…
La represa estaba ahí como recuerdo de tiempos aborrecidos, y para evitar aquel peligro. La represa era decididamente un contén; un puño para detener la historia, para contrariar el futuro.

Pero un día, sucedió lo que se temía: el agua comenzó a filtrarse y pasó lentamente por entre los dedos de piedra y salieron unos hilillos de agua, flujos brillantes y nerviosos de diablo suelto; y después un torrente, un Tsunami oscuro que no era como el agua buena de todos los días, a la que llaman agua bendita, ni la que alegra los pétalos enamorados, o la que mata la sed.

(¡Ah! nos olvidamos que en realidad no era una represa sino una frontera, la nuestra con el otro lado, el oscuro otro lado de las tribus).

Sí, era un oscuro torrente humano, sombras indocumentadas, gente con dolor de Congo, que andaban con la gota de mundo que Dios les dio con una mano y les negó con la otra; animas, zombies con un negro y doloroso destino plegado en el pecho; seres cargando en sus huesos las penas que iban a traer a este lado fronterizo donde ya había penas suficientes y dolores suficientes; y avanzaban en masa cruzando el Masacre a pie y sólo dejando atrás el hambre cruda de muchos siglos; venían a fundar irreversiblemente su antiguo deseo, la nación. “Una e indivisible”, porque el hambre funda más países y reinos que las guerras y batallas.

Sí, ya lo dijimos, se había roto el muro, nuestra frontera, una que dividía dos destinos, dos maneras de pensar, dos idiomas, dos formas de ver a Dios y dos formas de halagarlo. Llegaban en masa y para siempre, al país del jus soli, al que se le comenzó a morir el jus sanguinis; llegaban tras pasar el muro, pasar la frontera dizque custodiada, con ojos para ver: era un negro negocio.

De día o de noche ellos atravesaban el muro sin más equipaje que su historia olvidada o los instrumentos del instinto, porque alguien les había dicho que la “una e indivisible” era su tierra prometida: “¡Adelante, marchen adelante, sus pasos son justos!” así les prometieron en inglés y francés los grandes poderes, “ya les mandaremos después los millones y el pan y las ilusiones”. “¡Adelante, caminen, avancen allá, porque aquí se congelarían y allá están en su trópico, en su jugo natural!” “¡Ocupen lo suyo y funden su una e indivisible, con himno, bandera y patois!”; “y la caña desalmada, la abusadora, será al fin suya, con trapiches y chimeneas: y suyos los bateyes y sus bodegas de tickets tramposos; y suyos serían también todos los dólares rubios”.

Y los llegados lo ocuparon todo, las calles, las esquinas, los zaguanes, los palacios y catedrales, y también donde nacen las leyes, e hicieron público un manifiesto alegando que la parte oriental de la isla, desde su separación no logró superar su etapa infantil y se dedicó a retozar con los poderes del Estado como si fueran juguetes, y se entretuvieron en injustificadas garatas políticas que causaron su pobreza y las tiranías.

Y los invasores dijeron que la “separación” de mil ochocientos cuarenta y cuatro sólo fue una “suspensión temporal” de una nación “una e indivisible”.

Y la gran fiesta de la reconquista (que se inició con un Te Deum concelebrado y un Te Brujum en la Catedral), fue aparatosa; fuegos de artificio, alboradas, desfiles y serpentinas, y pronto llegaron los dignatarios de la Torre Eiffel, los renos de Canadá, el Tío Sam, Mandela, Kofi Anan, Papa-Doc y sus Tom Tom Macute, a disfrutar las ceremonias y los calurosos discursos en la isla al fin unificada.

Y cuando se corte la cinta inaugural en la Puerta del Conde,  a usted y a mí nos darán como recuerdo pedacitos de ella, porque este asunto, que me dio mucho miedo contar, hay que recordarlo.

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