El necio de la crítica

El necio de la crítica

POR FIDEL MUNNIGH
Un personaje de Sartre afirma que un intelectual nunca es un revolucionario.  Piensa, conoce, duda, pero no actúa para transformar el mundo.  Y, sin embargo, durante décadas marcadas por la cultura marxista, tan cercana a Sartre, el prototipo del intelectual fue el revolucionario progresista, que creía en ideas como la Revolución, el Progreso, el Futuro, la Historia. 

Ser revolucionario era considerado el «eslabón más alto de la especie humana», la más alta condición que podía alcanzar el hombre. Los tiempos han cambiado. Hoy tenemos intelectuales rebeldes, contestatarios, incluso radicales y nihilistas, pero no «revolucionarios». ¿Quién, en su sano juicio, se llamaría hoy «revolucionario»? Para ello habría que ser demasiado iluso o demasiado tonto.  Además, tampoco tendría mucho sentido luego del desprestigio de todas las revoluciones del siglo XX.  El adjetivo parece haber sido sacado del vocabulario público. 

Un intelectual se define en primer término por su relación con el conocimiento y luego con la realidad, y esta última relación no puede ser sino problemática, conflictiva.  La realidad no es lo que él quiere que sea: es demasiado injusta y desigual, o demasiado hostil, o demasiado excesiva, o demasiado vulgar.  No satisface sus expectativas, ni coincide con su idea de lo que ella debe ser.  No le gusta, ni la entiende.  La realidad niega sus deseos y aspiraciones. Entonces entra el intelectual en conflicto con la realidad.  Este conflicto le desgarra, como desgarra también al artista.  Frente a esa realidad, el intelectual asume la crítica, pero también la acción y el compromiso político. Oscila entonces entre la crítica y la praxis política, o las combina.  De ahí que represente o deba representar la conciencia crítica de su sociedad y de su tiempo. 

Sin embargo, esta idea del intelectual teórico como sujeto, como conciencia representante o representativa, que habla por y en nombre de los otros, ha sido refutada.  Foucault y Deleuze, en una lúcida entrevista-conversación sobre los intelectuales y el poder , han señalado una idea fundamental:  el intelectual  ha dejado de ser el portavoz de la sociedad, el sujeto que se arroga el derecho de ser su conciencia y que cree saber lo que se tiene que hacer.  Los que actúan y los que luchan han dejado de ser representados, ya sea por un partido, por un sindicato o por un grupo de intelectuales.  La gente, las masas no tienen necesidad de los intelectuales para saber; ellas saben clara y perfectamente mejor que nadie, mucho mejor que el pretencioso intelectual, lo que quieren y lo que tienen que hacer, y lo saben expresar muy bien.  Ya no existe ninguna conciencia privilegiada. El sujeto que habla y actúa ya no es el intelectual, sino un sujeto múltiple y diverso.  El intelectual no tiene derecho a arrogarse prerrogativas que ya no le corresponden.  No representa a nadie, salvo a sí mismo.

Pero he aquí una diferencia: en la periferia tercermundista, en donde la conciencia como saber aún no ha sido adquirida por las masas y tampoco la conciencia como sujeto ha sido tomada por la burguesía, es sensato pensar que el intelectual (ciudadano privilegiado en estas sociedades atrasadas y aquejadas por males seculares como la ignorancia y la incultura) debe asumir la esperanza de un pueblo o una comunidad en un porvenir mejor, más justo y digno.  De ahí la crítica a este presente miserable, injusto e indigno.  En todo caso, si el intelectual ha dejado de ser una conciencia que habla por y en nombre de los demás, acaso puede servirle de inspiración o de consuelo el ejemplo del filósofo. Si el filósofo es verdaderamente el necio de la razón, el intelectual será entonces el necio de la crítica.  Y debo agregar: de la crítica del poder.  El intelectual debe ser el crítico tenaz y feroz del poder, incluso si forma parte de ese poder, un crítico cuya lucidez sensata y combativa lo convierta en un necio a los ojos de los necios, en un disidente a los ojos de los poderosos.  En tiempos donde todo el mundo calla y encubre, hay que asumir la crítica del poder hasta la necedad.

No pretendo ahora elucidar la naturaleza o esencia del poder, cuyo análisis exhaustivo ha centrado la atención de pensadores tan agudos como Foucault y Deleuze. Me limito simplemente a definirlo como fuente de ejecutorias y toma de decisiones, como imposición y mandato, como ejercicio de la autoridad y la fuerza. 

El reproche de guardar silencio frente al mal y la injusticia es el reproche supremo lanzado contra los intelectuales en todo el mundo.  Lo curioso es que este reproche venga precisamente de otros intelectuales, que se consideran comprometidos y se promueven como ejemplo de responsabilidad.  La acusación no carece de fundamento, pues bastante a menudo los intelectuales callan lo que deberían denunciar o criticar.  Ese silencio existe, desde luego, y obedece a diversas razones.  Pienso que en contextos como el nuestro (el de un pequeño país de la periferia occidental con escasa tradición de independencia intelectual frente al poder), una razón poderosa es la cuestión de la supervivencia. El intelectual debe sobrevivir en una sociedad que no está preparada para acogerle, que no reconoce y más bien considera inútil su trabajo y su esfuerzo. 

Imaginémoslo por un momento, intentemos dibujar su perfil: es un individuo algo retraído, solitario y nada pragmático, que vive en un mundo de ideas, de conceptos universales y abstractos. Suele carecer de las cualidades necesarias para triunfar en esta vida.  Torpe para los asuntos de la vida práctica, sólo sabe leer, escribir, pensar y crear.

 Vive presa de angustias y temores.  Le aterran este presente demasiado precario y la amarga expectativa de un futuro incierto. Tiene que ganarse la vida haciendo un montón de cosas, a menudo   muy ajenas a su oficio, tiene que dispersarse y vivir del pluriempleo.  Cuanto más tiempo y energía dedica a la supervivencia, menos puede consagrarse a crear la obra que le justificaría y validaría ante el mundo. En un mercado laboral tan inseguro y estrecho como el nuestro, no le queda otra  alternativa que venderse al mejor postor para seguir viviendo. Y el mejor postor suele ser el Estado.

El problema es que, tal como existe, esta sociedad no brinda muchas oportunidades de pensar críticamente y a la vez disfrutar de una vida decorosa y holgada, no permite vivir con cierta dignidad y mantener una posición independiente frente al Poder y sus instancias.

La relación de los intelectuales con el Poder debe ser siempre de vigilancia crítica y nunca de sumisión o adhesión incondicional.  Pero esta relación no se debe concebir como si fuese estática.  Hace falta discriminar, pues no es lo mismo enfrentar con la crítica a un poder totalitario o autoritario que a un poder más o menos democrático. De ahí se deduce que, en una sociedad democrática, la responsabilidad del intelectual es ayudar a fortalecer el orden constitucional y sus instituciones; tratar de que el poder o los poderes, legítimamente constituidos, sean cada vez más democráticos, más transparentes, más abiertos y tolerantes a la crítica; procurar que el ejercicio del poder esté sujeto a la interpelación y el cuestionamiento. En un universo democrático, abierto y tolerante, una tarea mayor del intelectual será mantener la actitud vigilante frente al poder, confrontar a los gobiernos de turno con sus propias promesas de campaña electoral; emplazarlos a cumplir esas promesas y a respetar y hacer respetar las leyes y las reglas del juego democrático; defender la necesidad de reformas y cambios sociales y económicos; luchar por ampliar el limitado campo del ejercicio de la crítica y de la libertad de expresión del pensamiento. 

Termino obedeciendo al deber ser kantiano.  Frente al poder, el intelectual debe participar como ciudadano en la formación de una voluntad política de reformas.  Debe persuadir por medio del lenguaje a los demás que los grandes cambios sólo se pueden lograr cuando un pueblo asume con plena conciencia su particularidad, su identidad cultural y su destino histórico.  Debe asumir que no es posible un proyecto de transformación de la sociedad sin democracia y sin libertad, sin afirmar los valores de una cultura auténticamente democrática: Estado de derecho, libertades y derechos individuales, participación de la sociedad civil, pluralismo político, iniciativa privada, libre empresa, solidaridad, equidad, justicia social.

El intelectual, necio de la crítica, no será ya un mero criticón de todo lo malo que hay en el poder o el gobierno, sino un ciudadano atento y vigilante de su entorno.  La necedad de su ejercicio crítico se convertirá entonces en una necesidad, en un acto de sensatez cívica.
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Fidel Munnigh (Santo Domingo, mayo de 1962) es doctor en Filosofía por la Universidad Carolina de Praga, República Checa, y catedrático en las Facultades de Artes y de Humanidades de la Universidad Autónoma de Santo Domingo (UASD).

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