El negocio del amor

El negocio del amor

ÁNGELA PEÑA
Casi ha dejado de ser ternura, flechazo, suspiro, devoción, mimos, admiración, cariño. El amor se ha prostituido. O tal vez ese dar por interés es viejo y ahora es cuando se repara en el negocio porque es cada vez más creciente el número de mujeres no “trabajadoras sexuales” que expresan con altivez que no van a perder su tiempo por amor, que con cariño no se va al mercado, que las caricias no pagan alquiler, que demasiado lucha se coge con los hombres para estar entregando sus cuerpos por el simple hecho de darse gusto.

El proceder se atribuía antiguamente a las llamadas “maripositas noctámbulas” o “mujeres de vida alegre” que tenían el sexo por oficio, como medio de ingreso.

Hoy, una incomparable cantidad de damas de todas las edades, clases sociales y estados civiles ya parecen no enamorarse con el desprendimiento que las encendía y convertía en obsesión y delirio al hombre por el que se derretían, llegando hasta el sacrificio para compartir con él un pobre techo, privaciones y estrechez que imponían la inopia y la carencia, la dependencia de un bajo sueldo o el desempleo. Ese desinterés está desapareciendo  y ahora el amor se ha convertido, para muchas, en un asunto mercantil, en negocio, porque para eso, dicen ellas, las dotó Dios de atributos que tanto atraen y enloquecen a los varones. 

-Si quiere tenerme localizable, que me compre un celular, y que le ponga tarjeta. Yo puedo salir con él al cine, a bailar y a cenar, le como la comida, le bebo la cerveza y si es posible le llevo a mamá, y a mis hermanitos, pero de cabañas nada, que me mude-, manifiestan algunas evidentemente de niveles sociales más bajos y menos ambiciosas que las superestrellas del arte del momento que, según los comentarios faranduleros, han sabido sacar bastante provecho mercurial a sus esculturales cuerpos y bellas caras. Gracias a esos dones se han convertido en empresarias de la comunicación, propietarias de torres, autos lujosos, dueñas de villas veraniegas y de fastuosos penthouses y, las más figureras, se han adueñado de la prensa para exhibir sus joyas y vestuarios exclusivos, adquiridos con el esfuerzo de sus enamorados y sin otro sudor, de parte de ellas, que el que produce la intimidad de unos cuerpos confundidos en la inquieta conjunción del placer carnal.

Por eso están desfasados muchos jóvenes que, ilusos, creen en la arcaica práctica del moché por la moché o en el extinto amor platónico. Ellas los prefieren caducos, ancianos, viejuelos o maduros pero con billetes. Los peatones y trabajadores de baja monta están descalificados aunque sean más apuestos que Luis Miguel. Otros que son muy codiciados por estas comerciantes del mal llamado amor son los dominicanos residentes en Nueva York. Sus amorosas remesas son muy bien recibidas para pagar el colegio de unos hijos ajenos, alimentar familias numerosas y satisfacer la vanidad de la pretendida que, sin ellos saberlo, está viviendo la socorrida aventura del amor de lejos, felices los cuatro.

Hay quienes celebran esta conducta. Después de todo, dicen, la mujer siempre estuvo abajo, fajada en un hogar donde la única responsabilidad del marido era cumplir con el necesario “diario” mientras despilfarraba en parrandas y amoríos lo que debían disfrutar los hijos. “Así mismo, sácale provecho a esa finca regalo del Señor, ya eso de entregarse por amor pasó a la historia y sólo ha quedado grabado en la mente de admiradores ‘pasaos’ del maestro Solano”, aconsejan unos. Otros consideran este toma y daca una desnaturalización del amor, parte de la degeneración de una sociedad en la que priman el individualismo y el interés personales por encima de principios morales. Para los más conservadores es una vergüenza, una forma de prostitución transparente y a la franca. Pero otros alientan la práctica, alegando que los hombres  la han aceptado y que están pagando muy bien por el servicio al cliente  al que han cambiado el nombre por amor.

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