El ángel del charco

<p>El ángel del charco</p>

LEO BEATO
¡Sálvenlo! ¡Sálvenlo! Cuando Sicard saltó como un sapito tuerto turulato ya Rafelito tenía cuatro minutos sumergido en el fondo del charco.

– ¡Por favor, sálvenlo! vociferó el prefecto desde la orilla dando silbatazos a la deriva como un policía de tráfico. El Santo Cerro en aquella época, cuando los perros se amarraban con longanizas y el padre Greco, un cuasimodo regordete y medio sordo, ahuyentaba a las viejas beatas desde el confesionario («¿qué fue lo que se robó?»), era el santuario preferido de todo el Cibao. Allí había muerto con olor a santo nada más y nada menos que el padre Fantino, un capuchino con fama de taumaturgo que había venido de Italia. Allí funcionaba el seminario diocesano a la sazón dirigido por los padres jesuitas.

– ¡Sálvenlo! – volvió a vociferar el prefecto de disciplina, un sacerdote de apellido Páez, graduado en la Pontificia Universidad de Comillas en Santander, España.

-¡El que no sabe nadar que no salte al charco!- había sentenciado el prefecto pero Rafelito se había encomendado a la Virgen del Carmen y a todos los santos con un enorme escapulario colgándole del alma.

– Al que ama a la virgen no le pasa nada- esas habían sido sus últimas palabras antes de que Sicard, su compañero de seminario, se sumergiera detrás de él en el charco.

Rafelito, a quien las muchachitas vivarachas del Cerro, llamaban «el seminarista de los ojos pardos» debido a sus largas pestañas y a su actitud de no querer jamás mirarlas y así evitar los sueños mojados por las madrugadas, se peripateaba por el Cerro arrastrando un rosario más grande que él.. Por las noches, después de decir cuatrocientas jaculatorias y a pesar de sus catorce años cumplidos, en su camarilla resonaban los latigazos producto de las penitencias a que él mismo sometía su cuerpo para controlar los apetitos sexuales.

¡Fua! ¡Fua! ¡Fua! Y todos los seminaristas pensaban que el muchacho iba a terminar siendo un santo antes de que llegara a ser cura. Santo antes que cura que no es lo mismo ni se escribe igual aunque suene parecido.

– Yo soy de María- se le escuchaba repetir después de cada latigazo. El caso era que el muchacho, a quien todavía no le había crecido la barba, era el ejemplo vivo de lo que debía ser un seminarista. Un casto varón al que sus compañeros bautizaron con el nombre de Cástulo y a quien otros cariñosamente apodaban Castulito. Era como a mi amigo Hércules a quien de pequeño le llamaban Herculito pero, como en el Cibao no se pronuncia ni la «r» ni mucho menos la «l», cuando le decían Eiculito había que salir juyendo como el Diablo de la Cruz. Sin embargo, los modelos de vida en aquella época para los seminaristas no eran Hércules ni mucho menos Cástulo sino que eran San Estanislao de Koska, un imberbe jesuita polaco que había llegado a santo antes de cumplir los veinte años, y San Luis Gonzaga. El problema era que Rafelito creía que el que amaba a la Virgen flotaba como un corcho y jamás se iba a ahogar en ningún charco. Ese fue su gran error porque en la vida nadie flota en el agua, sobre todo si se trata de políticos falsos, corruptos e insensatos. Tanta fe lo llevó a cometer un disparate. Se descolgó desde un pino enano que sobresalía a la orilla y, si no hubiera sido por Sicard y los silbatazos del padre Páez, estuviera todavía en el fondo del charcho. El caso fue que cuando empezó a tragar agua como un pez guanábana fue cuando se le apareció el ángel.

– Tu tiempo no ha llegado todavía- dicen que le dijo el ángel- tienes muchas cosas que rendirle a tu patria. Y una fuerza descomunal lo lanzó corriente arriba hacia la superficie. Cuando Sicard lo interceptó a medio camino lo que hizo fue tomarlo de la mano y ayudarlo a resurgir como otra Excalibur del fondo del charco donde todos lo esperaban consternados. Cuando los vieron a ambos salir boqueando todos comenzaron a aplaudir como Lázaro después de haber resucitado. ¡Clap! ¡Clap! ¡Clap! Lo mismo que el pueblo dominicano después de haberse tranzado con el Fondo Monetario.

El nombre completo de Rafelito es el de Rafael Marcial Silva.
Historia real.

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