El nihilismo ante la vida rusa en
los años sesenta del siglo XIX

El nihilismo ante la vida rusa en<BR>los años sesenta del siglo XIX

POR LUIS O. BREA FRANCO
Volvamos ahora de nuevo a la novela de Turguéniev “Padres e hijos”. Recuerdo que el credo del nihilista Bazárov se puede resumir en una breve fórmula: no cree en ninguna autoridad, duda de los principios por muy respetables que sean y solo acepta como criterio para determinar la realidad, las sensaciones.

Reconoce su condición de nihilista porque esa es la sensación que lo domina: “Me resulta agradable negar, mi cerebro está constituido de esa forma ¡y basta! ¿Por qué me gusta la química? ¿Por qué te gustan las manzanas? En virtud de una sensación. Todo es lo mismo. Nadie penetrará más hondo”.

A lo que Bazárov nombra “sensación”, en el siglo XX, el filósofo alemán Martín Heidegger, lo designa como “actitud fundamental”, en el entendido de que cada ser humano se abre al mundo desde un estado de ánimo que colorea y matiza su modo de ser e interpretar la existencia.

Cada ser humano en todo momento puede dar razón del estado de ánimo que lo domina –la sensación en que vive-; y sobre esta situación es que nos cuestionamos y respondemos cuando formulamos la que parece ser la más banal y estúpida pregunta que nos hacemos mutuamente cuando nos encontramos: ¿Cómo estás? ¿Cómo te sientes?. Sin embargo, la vida está llena de tareas y atareos que nos imponen la lucha por sobrevivir en una sociedad muy articulada, dotada de múltiples normas, principios, costumbres y usos, que nos absorben en la rutina de la vida cotidiana.

Bazárov sabe de esto, y en un momento en la novela, cuando decide continuar con su vida dejando atrás algunas posibilidades que se le abrían, dice al amigo: “¿Ves lo que estoy haciendo? En mi maleta ha quedado un espacio vacío y lo estoy rellenando con heno. Lo mismo ocurre con la maleta de nuestra vida: hay que llenarla con lo que sea, con tal que no quede en ella un espacio vacío.”

El zar Pedro I, el Grande, durante su reinado rellenó la maleta vital del pueblo ruso con normas y reglas nuevas para que éste tuviera en que pensar y de que ocuparse y no lo venciera el aburrimiento o la desesperación.

En los primeros años del siglo XVIII, en efecto, el zar decidió la refundación del imperio ruso, estableciendo como hito simbólico la creación de una nueva capital: San Petersburgo, a orillas del mar Báltico. Esta decisión tuvo un carácter trascendental y marcaría a la cultura rusa desde ese momento en lo adelante. La fundación de la nueva capital se constituía como “un proyecto vasto y casi utópico de ingeniería cultural, para reconstruir al hombre ruso y convertirlo en europeo”.

La nueva ciudad se presentaba, en todos los aspectos, como opuesta a Moscú, la antigua capital del reino de Moscovia; ciudad encerrada en el centro de un reino mediterráneo marcado por creencias religiosas sustentadas desde arraigadas costumbres medievales.

En definitiva, con la construcción de San Petersburgo, el zar Pedro I enseñó a los rusos cómo debían construir sus casas, cómo circular por la ciudad, cómo debían orar en las iglesias, cuántos sirvientes tener y cómo vestirlos, cómo comer, divertirse y desenvolverse en sociedad. Se elaboraron e impusieron nuevos códigos de conducta que exigía se cumplieran rigurosamente, lo que hizo que la nueva ciudad llegará a ser considerada como un lugar hostil y obsesivo, tal como la describen en sus obras, Gógol y Dostoievski.

De entre todos estos códigos, los que tuvieron mayor consistencia, incidencia y duración fueron las “Tablas de Rangos de Corte, Militar y Civil”. Fueron establecidas en 1722 y permanecieron vigentes, con modificaciones insignificantes, hasta el triunfo de la Revolución de octubre en 1917.

Como en las fuerzas militares, la tabla de rangos burocráticos preveía 14 diferentes escalafones; establecía el tipo de uniforme que se debía exhibir durante las horas de servicios y el tipo de tratamiento público protocolar que iba ligado al rango: para los más bajos, desde el nivel de “registrador” al de “secretario”, tenían como tratamiento: “su nobleza”; y desde allí se pasaba del rango de “consejero” hasta llegar a la cima como “canciller”. A estos últimos  se les nombraba utilizando el título de “excelencia”, “su alta excelencia” hasta llegar a “su muy alta excelencia”.

La vigencia de las tablas de rangos fue general para toda Rusia. Cada funcionario del Estado solo podía ocupar posiciones que estuvieran disponibles para su rango o uno inferior. Desde 1856 se fijaron los tiempos para acceder a los ascensos por antigüedad. Se estableció que del grado 14 al 8 se podía ascender cada 3 años, mientras que para ascender del rango 8 al 5, se preveían 4 años como mínimo por cada escalafón. Los últimos 4 grados, los más elevados, solo eran accesibles por directa designación del zar, y eran hereditarios.

La sociedad rusa estaba coronada por una alta burocracia civil y militar, además de la corte, que constituían una rigurosa jerarquía que copaban todas las funciones públicas y constituían una estructura social estática.

El escritor Yuri Samarin, por aquellos años había sentenciado, justamente, que: “el burócrata no es sino un noble en uniforme, y el noble no es sino un burócrata en bata”.

La nobleza dependía totalmente de los empleos del Estado, lo que le había impedido que se transformara en una clase agraria independiente que pudiese servir de contrapeso a la monarquía, como había sucedido en Europa a partir de los siglos XVII y XVIII.

Una burocracia tan estructurada en todos los niveles de intervención del Estado se constituyó en el talón de Aquiles de la autocracia zarista, y nunca llegó a alcanzar el grado de eficiencia que logró, por ejemplo, la prusiana, que tanto admiraba Hegel.

Esto se debió a tres factores: Uno de estos fue que se ató el destino de la autocracia al de la nobleza, y cuando ésta comenzó a andar en decadencia, ese proceso debilitó la monarquía. La nobleza comenzó a ser dejada atrás cuando mostró que no estaba a la altura de los tiempos para afrontar las nuevas competencias técnicas que imponía el proceso de industrialización capitalista y permaneció así anclada en una visión arcaica del mundo.

Un segundo factor fue que, al ser Rusia un imperio de tan dilatadas dimensiones territoriales, el régimen no estaba en capacidad de financiar adecuadamente la hipertrofiada burocracia que necesitaba, lo que dio acceso a personas no debidamente capacitadas para ejercer las funciones encomendadas y estos recibían un estipendio modesto, lo que hizo que muchos buscaran con el tráfico de influencias completar sus ingresos.

El tercer elemento que limitaba la efectividad de la burocracia, fue el hecho de que los ministerios tenían competencias y prerrogativas sobrepuestas, y muchas veces no se sabía con claridad de qué ministerio dependía un determinado departamento o área. Este caos institucional nacía del interés de los zares de mantener débiles a los ministros para que dependieran totalmente de su autoridad.

En una sociedad tan estructurada, dominada por la tradición autocrática de los zares y regida por principios y normas obsesivas, se puede figurar el lector, el escándalo que provocó las ideas del nihilista Bazárov.

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