Luis Rosales fue un esclarecido poeta y crítico literario español, nacido en Granada en el 1910. Su primer libro de poesías, que intituló “Abril”, data del 1935. En 1940 lanza su “Retablo sacro del nacimiento del Señor”.
En el 1949 nos envuelve con la valiosa producción de “La casa encendida” que en 1967 fue reeditada en nueva versión y más adelante, otras tantas veces.
Pero antes de “La casa encendida”, sorprendió con una colección de versos que bautizó con el título de “Rimas”, 1951, y generó gran entusiasmo en el mundo de las letras hispanas al obtener el Premio Nacional de Poesía, en su país, un reconocimiento a la certera expresión y a su talento de sensible creador lírico. “Rimas” fue dedicado por el autor a Pedro Laín Entralgo. El prólogo lo escribió Dámaso Alonso, presidente de la Real Academia de la Lengua.
Conocí personalmente a Luis Rosales hacia el 1954, como integrante de una delegación de cuatro poetas españoles, que completaban Leopoldo Panero, el conde Agustín de Foxá y Xavier de Zubiaurri, embajada cultural itinerante en la primera etapa del franquismo.
Leídos hace más de sesenta años, no se borran de mi memoria estos versos que integran las tempranas preocupaciones que poblaban su numen, “Tú, sí, los llamarás”:
“Tienen nombre, Señor, son los que sufren, /las sombras semejantes, /las sombras que se quedan en los cuerpos, /mientras va su vivir deletreándose, /para ganar el pan. ¿Quién los sostiene? /Son los muertos que nacen /del invierno del mundo, son los muertos /que están viviendo y arden /con aceite de Dios…
Y aquella búsqueda del ser inalcanzable, irrenunciable, que nos revela: “No sé cómo /voy a llegar buscándote, hasta el centro /de nuestro corazón, y allí decirte /madre, que yo he de hacer en tanto viva, /que no te quedes huérfano de hijo, /que no quedes sola allá en tu cielo, /que no te falte yo como me faltas”.
Y el juguete para el cariño, la ensoñación y los asombros puntuales que nos refiere en “El nombre que nos crea”.
“A ti quisiera yo ponerte nombre. /Te pondría un nombre de país en donde no se hablase lengua alguna; /te pondría un nombre que pudiera habitarse y no decirse.
“A ti, que eres humilde y consiguiente /como el sobre de una carta de despedida que al cerrarla /se pega a nuestros labios /nada más que un instante, /y nos retrasa, /acaso para siempre, /la ruptura.
“A ti, que me has creado y eres mi tiempo junto y mi alegría, /a ti quiero decirte una palabra sola: /nacer, ése es tu nombre”.