El Nuevo Herald describe situación en los bateyes

El Nuevo Herald describe situación en los bateyes

POR GERARDO REYES
El Nuevo Herald
SAN JOSE DE LOS LLANOS.-
Cuatro trabajadores haitianos del ingenio Cristóbal Colón de la Casa Vicini detienen un autobús para escapar de las plantaciones de la familia al sureste de República Dominicana.

El padre Christopher Hartley sigue la escena por el espejo retrovisor de su jeep Defender mientras avanza lentamente por la carretera que une a San José de los Llanos, su parroquia, con Santo Domingo, la capital.

Para la Casa Vicini, la acción que están a punto de cometer los cortadores de caña es ilegal.

Para el padre es un derecho consagrado en la Constitución dominicana. El derecho al libre tránsito.

No ha pasado un minuto y en la escena que sigue Hartley por el espejo aparece, en su camioneta, Ricardo Hernández, el administrador del ingenio.

En ese instante el párroco da un timonazo al jeep y regresa con el pie hundido al máximo en el acelerador. El crucifijo que va colgado en el espejo interior se balancea de un lado a otro.

»»Cuántas cosas hemos dejado todos de hacer en la vida por miedo: miedo al fracaso, miedo al daño personal, Dios mío»», había comentado Hartley minutos antes del incidente a un reportero y un fotógrafo de El Nuevo Herald que lo acompañaban en su jeep.

Hartley sospecha que el administrador no ha permitido a los obreros subirse al autobús. Está en lo cierto.

Cuando llega al lugar, los braceros van caminando por la orilla de la autopista. No lograron escapar.

Hernández avanza lentamente en su camioneta a unos 100 metros de los haitianos para cerciorarse de que regresen a su lugar de trabajo. Y ahora es él quien sigue la acción del sacerdote por su retrovisor.

Hartley invita a subir a su jeep a los jóvenes. Pero no entienden en español.

»»Yo soy el cura del pueblo»», les dice en creole mientras les muestra la punta del alzacuellos que se asoma de su camisa negra de mangas cortas.

»»Diles a estos muchachos que el padre ha dicho que ellos son libres. Que no son esclavos»», pide el párroco a uno de los labradores que entiende mejor español.

Ante la oferta de llevarlos a un cruce cercanos de carreteras, todos se suben con sus pequeñas mochilas que contienen una muda de ropa. Están muy asustados. Los trajeron de Haití al ingenio hace 25 días para trabajar en la zafra de noviembre a junio por un dólar con ochenta centavos por tonelada de caña cortada.

Al ver que Hartley recoge a los trabajadores, el administrador pone marcha atrás a su camioneta y la detiene frente al cura. Después de un saludo cordial y una sonrisa fingida de ambos, Hernández le dice:

«Padre, yo no sabía que usted ahora es reclutador de braceros»».

El padre le responde: «Hombre, los reclutadores son ustedes. Ellos son libres de ir a donde quieran»».

Es un día de batalla más del padre Christopher Hartley Sartorius. Desde que llegó a la zona hace siete años, este sacerdote hispano-británico, discípulo de la Madre Teresa de Calcuta y sobrino del fundador del Partido Comunista español, está empeñado en que los miles de trabajadores de la caña de los enormes campos de la familia Vicini, vivan dignamente.

En este diciembre de zafra de 2004, el padre Christopher, como le dicen los feligreses de una parroquia que abarca más de 700 kilómetros cuadrados, podría estar cantando villancicos en la bóveda climatizada de la catedral de San Patricio, Nueva York, donde era párroco.

Pero Hartley, que continúa dependiendo de la diócesis de Nueva York, prefirió curtirse de misionero a la intemperie, y poco a poco, armado con la prudencia de la ley y la impertinencia de su carácter, se ha convertido en un estorbo para un seudoesclavista modelo de producción de caña de azúcar que arrastra más de un siglo de impunidad en la historia de esta región.

»»Todo esto es una miseria innecesaria»», dijo al llegar al batey de Sabana Tosa del ingenio Cristóbal Colón, propiedad de los Vicini. «O esto cambia o esto se entierra»».

Un atardecer soleado ilumina a medias los rostros agotados de hombres sin camisa que están reunidos alrededor de una fogata asando mazorcas, la única comida disponible después de ocho horas de cortar caña y arrear bueyes.

»»¿Cómo es posible que esta gente no tenga para comer, que una familia tan acaudalada como la de los Vicini no pueda solucionar cosas tan sencillas como ponerles agua, luz, letrinas?»», se preguntó. «Es que yo no estaba pidiendo jacuzzis en el batey»».

A menos de 500 metros del oscuro campamento, potentes reflectores iluminan una estación de bombeo de agua de riego.

La familia Vicini es la más rica de República Dominicana. Son herederos de un conglomerado económico forjado por un patriarca genovés que llegó a territorio dominicano en la década de 1860. Juan Bautista Vicini Don Giovani se estableció en Azua, al sur del país, donde se dedicó a la tala de árboles y luego a la producción de azúcar en un trapiche de tracción animal.

Sus negocios florecieron a la sombra del dictador Ulises Hereaux, más conocido como Lilís. Don Giovani acuñaba monedas para el gobierno de Heraux, según un historiador que pidió no ser identificado.

Cuando Lilís fue ajusticiado ya Don Giovanni era propietario de una inmensa fortuna. Poseía cinco ingenios azucareros, tenía un barco propio, una oficina de representación en Nueva York y era accionista importante de la firma Empresa Muelle de Santo Domingo, explicó el historiador.

Las nuevas generaciones de los Vicini multiplicaron la fortuna alejados de los reflectores de los medios de comunicación. Han convertido en una obsesión su privacidad. No conceden entrevistas y casi nunca aparecen en actos públicos, pero tienen un extraordinario poder político y económico que ejercen tras bambalinas.

Además de la inversión en el ingenio azucarero Cristobal Colón, los Vicini tienen intereses en el Banco del Progreso de República Dominicana, en extensos terrenos urbanos y en la siderúrgica Metaldom y en turismo. Algunos periodistas económicos del país sostienen que tienen intereses o estrechas relaciones con la fábrica de automóviles FIAT en Italia.

Los atrevimientos del párroco español en su territorio azucarero los tiene muy disgustados.

Johnny Belizaire, de 24 años, un colaborador del sacerdote, cuenta que escuchó que la compañía instalará un portón a la entrada principal de sus propiedades para impedir el ingreso de Hartley.

El sacerdote sonríe.

»»Tendrán que poner mil portones»», dijo.

La entrada principal es conocida como la Puerta del Tubo y para cientos de trabajadores del complejo tiene un significado muy importante: es la frontera soñada entre la libertad y el batey. Quien logra llegar a ese punto puede escapar hacia Santo Domingo o hacia al ingenio La Romana donde pagan un poco mejor.

»»Han surgido muchas amenazas desde que el padre vino porque él veía todo lo malo que estaba pasando»», dice Belizaire. «Ellos no quieren saber de él porque dicen que nos está abriendo los ojos»».

Abrir los ojos es exactamente la expresión que el sacerdote considera que describe con justicia su doble y simultánea labor de apostolado y reinvidicación social que cumple en una carrera intensa por cañaverales, capillas y bateyes desde las cinco de la mañana hasta pasada las 10 de la noche.

En la madrugada, la luz de neón de su estudio se enciende. El cura responde y envía mensajes electrónicos a una red de amigos y colaboradores en todo el mundo, incluyendo un influyente aliado en la Comunidad Europea. A las seis de la mañana está listo para salir en su jeep todoterreno con aire acondicionado. Una tropa de colaboradores voluntarios lo espera en el patio enorme de la parroquia para recibir instrucciones. El cura es impaciente. Lo irritan el desorden y las cosas hechas a medias.

A partir de ese momento la parroquia se convierte en una febril máquina de bienestar social responsable de la producción y distribución de 400 desayunos y 400 almuerzos para los niños estudiantes de los bateyes. Montado en el automóvil, con el radioteléfono o el celular en la mano, el párroco despacha los asuntos pendientes de Dios y de su causa terrenal.

»»¿Me copia los Llanos. ¿Me copia?»», pregunta. Y mientras le responden en su parroquia narra a retazos la historia de trabajadores que fueron arrestados en galpones y golpeados a planazos de machete por los capataces. No son historias anónimas. Tiene los nombres de las víctimas y las fechas.

Cuenta que ha repartido la Constitución dominicana por los bateyes para que los pocos que saben leer en español le expliquen a los demás lo que dice el artículo 8: que nadie podrá ser reducido a prisión ni cohibido en su libertad sin orden motivada y escrita de funcionario judicial competente.

»»Adelante, padre»», le responden en Los Llanos por el radio, y Hartley pregunta por qué no han armado el pesebre en una de las capillas. Desde la casa cural explican que no usaron el Nacimiento porque faltaba el burro y uno de los reyes.

Hartley se conoce los caminos de los cañaverales como los atrios de las iglesias enclavadas en las fronteras del ingenio. En los recodos más inesperados de la carretera, los picadores le hacen señas para que detenga el jeep y escuche sus penurias. Uno se queja de que no le quieren pagar las prestaciones. Otro de que lo están acusando injustamente de un robo y otro se acerca con una fórmula médica para que le ayude con la operación de un hijo a quien le tendrán que amputar una pierna.

Un caso delicado lo tiene preocupado: la desaparición de dos trabajadores que intentaban fugarse del ingenio en noviembre pasado. Nadie sabe de ellos pero él sospecha que hay complicidad de los capataces de la compañía.

En medio de la maleza, Hartley señala un batey fantasma, el Peso Enmedio que él mismo desahució. Sacó a los ocupantes y los instaló en un barrio que construyó el gobierno dominicano a petición del embajador de España, Fermín Prieto Castro, frente a la iglesia de Santa María de la Misericordia.

»»Es la primera vez que oigo llover con la tranquilidad de que no me voy a mojar en la casa»», recordó que le dijo una mujer que vivía en una de las viviendas herrumbrosas del batey.

El padre continúa al timón y explica que, en la zafra, los niños de menos de 15 años no trabajan. Lo hacen en tiempo muerto sembrando caña. Hartley tiene vídeos de los menores trabajando con uniforme de la escuela pública por 25 centavos de dólar el surco.

Algunos de los niños entrevistados por El Nuevo Herald confirmaron que sus padres los envían a sembrar porque en tiempo muerto la familia no tiene otros ingresos,

Las imágenes de la miseria acallada de los bateyes llevaron al cura a bautizar esta región como la Antesala del Infierno.

La metáfora la lanzó temblando de los nervios frente al presidente Leonel Fernández en enero del 2000, antes de bendecir al mandatario en una de esas ceremonias de pueblo en que los presidentes de ordinario se aburren de escuchar los mismos discursos lisonjeros.

»»Señor Presidente»», dijo Hartley, discurso en mano, desde una tarima instalada en una plaza de la población de Gautier donde se inauguraron varias obras. «Se dé cuenta o no, está usted en la antesala del infierno. Mire a su alrededor, y vea estas extensiones interminables de caña. Caña que ha florecido abonada por la sangre, el sudor y las lágrimas de pobres hombres dominicanos y haitianos a la par»».

«Tan inmensos como son estos cañaverales, son las miserias, los sufrimientos y el abandono de las gentes que por entre sus interminables carriles de barro, polvo y lodo deambulan cada día rebuscando un miserable pedazo de pan»».

Fernández, quien fue reelegido hace tres meses como presidente, se acercó a Hartley, le dio la mano y le agradeció su sinceridad.

A los pocos días los Vicini llamaron al padre por teléfono para escuchar sus denuncias.

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