El peor opio para un pueblo es no tener identidad ni proyecto propios. Hay naciones que tienen claro sentido de origen, de historia y destino. Otras, como la nuestra, nacieron del estupro de una raza a otras, aniquilándolas, y procreando con sus mujeres hijos que negarían a sus madres; pero jamás dejarían de odiar, en secreto, a sus padres violadores, y al Estado que representa esa raza. (Todo análisis de nuestra realidad debe partir de esta premisa).
Muchos pueblos han tenido hijos enaltecidos sobre sus propios egos, llegados a creerse semidioses; tiranos sembradores de leyendas de auto legitimación: “Trujillo en la Tierra, y en el cielo Dios”, decía el eslogan.
Para establecer y estabilizar su dominación, han utilizado todo tipo de patraña: bacanales y orgías, carnavales y circos, celebraciones religiosas y patrióticas. Actualmente parecería bastar el control de redes, radio, prensa y televisión.
También se ha usado la racionalidad y el buen sentido para justificar sistemas y liderazgos en base a real o supuesta superioridad: militar, intelectual o gerencial; o por su coraje y sus hazañas, o su talento e ingenio para mejorar la economía y el bienestar colectivo.
Marx y sus seguidores observaron que llevar el cristianismo popular a posición de Estado fue una estrategia calculada. Hubiese o no conversión sincera de la clase gobernante al cristianismo, esta nueva religión contenía un elemento doctrinario utilizable para apaciguar toda potencial rebeldía popular: Que “su reino no es de este mundo”; haciendo improcedente una rebelión contra los poderosos. Ciertamente, la propuesta cristiana no llama a rebelión, sino que propone una lucha permanente y radical contra toda iniquidad e injusticia entre los hombres, sin propalar el odio de clase.
Pero siempre hubo entre el propio pueblo individuos cómplices de los poderes establecidos. También ha habido desertores de la Iglesia de Cristo, y también hombres de gran talento que han servido desde la ciencia y la tecnología de guerra las peores formas de dominación social. Actualmente, la “oferta alienante” se ha ampliado inmensamente; desde artefactos para la comodidad doméstica, pasando por medicamentos y cirugías para eterna felicidad y juventud, hasta una amalgama de gangas consumistas que conducen a la perpetuación de la enajenación de las masas, de que hablaba Marx amargamente.
Contrario a lo que prometía ser “el acceso del pueblo a los paraísos consumistas de los ricos”, la tecnología de la era de la información ha ido convirtiéndose apresuradamente en “redes de enajenación masiva”.
Concomitantemente, en complicidad con desertores intelectuales y religiosos del arribismo, la ciencia y la tecnología de hoy ocupan en buena medida el papel de las religiones alienantes de determinadas épocas y pueblos de la historia. Diferentemente a lo que postulaban los marxistas sobre la religión cristiana, los poderosos de todas las épocas siempre dispusieron de una gran variedad de mecanismos para la alienación d las clases subalternas. La ciencia y la tecnología, en particular, la mercadotecnia y las comunicaciones, tienden a ser el peor opio de la historia. Paradójicamente, la verdadera liberación del hombre puede venir de la religión aquella.