El nuevo orden

El nuevo orden

Se cayeron las hojas de los árboles sobre las olas del mar. La niña cultivó flores sobre el pecho de las nubes enrojecidas y secas.
Con leños resquebrajados, la alondra hizo su nido en la hendidura de la estrella metálica.
Tras un largo y tedioso recorrido, el sol se sentó sobre la montaña helada.
Y la luna, fiera buscadora de presa al mediodía en el abismo, saciaba su sed en el río sulfúrico.
El aire, que salió de los enfermos de las casas, llegó al cementerio, entró a las narices de los muertos, irrigó los pulmones, se repartió en la sangre, estremeció la médula, apagó el fuego, encendió la leña, se tiró al mar y encadenó los veleros en las aguas hirvientes del volcán ciego.
Con sus ramas llenas de azufre y cisternas rotas, los árboles calzaron sus raíces con las constelaciones de las noches tenebrosas.
El negro se vistió de amarillo y el amarillo de bronce pálido.
Extraviáronse los caminos polvorientos en los pies de los caminantes, el alimento se comió al hombre y las estrellas se escondieron en el corazón de la tierra. Los pájaros les dieron sus habitaciones a los peces y estos, a su vez, durmieron sobre las copas de los apagados laureles.
En el último anochecer del invierno, la luna salió por el occidente y regresó a su tálamo por el sendero del oriente.
Sosteniendo la amapola con los pies, el anciano volvió a su niñez y el niño, mostrando manos temblorosas, contó, con lágrimas brotando de su pecho, la llegada de los cien años.
Y los versos que el apasionado poeta entregó, regresaron al papel, pero del papel saltaron a la tinta, de la tinta al calamar y del calamar a la nada.

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