El obituario enseña

El obituario enseña

Para probar su amor, el hombre, emocionado, dijo: la amé después de muerta. Colocó el cadáver, encima de un promontorio, para consumar la necrofilia. Luego lo enterró. Había decidido que su pareja, menor de edad, no merecía seguir viviendo. La joven intentaba hacer algo más que complacer los impulsos de aquel “gimnasta del sexo” como se describía. El amante no resistió, la mató. Al día siguiente el asesino asistió a su oficina. Vivió tranquilo hasta que el cuerpo exánime y violado fue encontrado y comenzó la pesquisa. Inútil las diligencias procesales, inútil la providencia calificativa. Los mandones de entonces ayudaron a la fuga. Un partido político necesitó sus servicios y volvió a reinar. Sin susto, sin mancha. En el 2007 murió. Cada aniversario de su deceso provoca los elogios de sus pares. Mencionan su creatividad, sus canciones, las exitosas campañas electorales dirigidas por él. Sus crímenes no importan.

La historia de un colectivo está en los archivos penales. La revisión de sentencias provee un retrato fidedigno del proceder ciudadano. Servidores judiciales y del ministerio público saben qué ocurre en su entorno, cuan sano o enfermo está. Su cotidianidad no es de oropel sino de harapos. La infancia vejada, la adultez reincidente, los ejecutivos de grupos corporativos, indemnes y ofendidos, cuando alguna notificación rueda sobre su césped, los poderes fácticos llamando y reclamando, el homicida simpático, el estuprador insolente, la estafadora fugitiva, el cura sicalíptico. Saben que la rutina penal va más allá del nuevo rico, del prevaricador odioso y odiado. Saben que hay terrenos vedados para la orden de arresto, la visita domiciliaria o el impedimento de salida. Ese conocimiento es compartido por los gestores de jornadas de limpieza selectiva, de sermones que pretenden emular a Montesinos pero están más cerca de discursos inquisidores. No hay límites ni presunción de inocencia para esos casos, tampoco garantías procesales. Son los culpables de ocasión y sin remedio. La compensación requerida para el equilibrio, para que el aparato represivo del estado siga sirviendo a la minoría, triture advenedizos y la ilusión de justicia vocifere en parques y escriba su enojo en las redes sociales.

Así como la historia de un colectivo está en los archivos penales, en esa maraña de sangre, abuso y complicidad, el latido social se oye cuando de evaluar a los difuntos se trata. Las esquelas fúnebres son un compendio. Existen coleccionistas de obituarios, les fascina lo cursi, lo estrambótico. Algunos textos muestran conciencias intranquilas, arrepentimiento, deseo de exculpación. Otros aspiran al reconocimiento de la parentela supérstite o que el público descubrala relación con algún cadáver honorable. Más que un sondeo ilustran esas esquelas. También son espejos que ratifican el agobio, el triunfo de la transgresión. En el caso de la especie la adulación post mortem ha sido norma.

El perdón de los pecados es divino no terrenal. Una infracción es una infracción, como una rosa es una rosa y la persona infractora merece la sanción condigna, después de agotado el debido proceso. Así no más, pero así no es. Por eso las cruzadas éticas tienen inconvenientes. Son como los titulares de los periódicos, encandilan y desaparecen. La fiereza del reclamo episódico se diluye, mucho ruedo de enagua al viento. El fracaso de esas andanzas, ha sido estrepitoso. Cada época tiene sus candidatos para la pira. Siempre serán funcionarios. El único crimen es el cometido contra la cosa pública, lo otro es error. La vocinglería viene desde gradas beneficiarias de la impunidad que es estilo y acogota.

Volver al detalle de infracciones, sería repetir frases, oraciones, párrafos. Vale subrayar que es falaz la intención redentora. Excluyente. Siempre habrá botones para muestra,hechos que confirman la falta de equidad para atribuir responsabilidad y condenar. No importa la gravedad.

El obituario enseña, exculpa. Aquí no hay estremecimiento. La indiferencia reina cuando la querella sale del libreto. Se redita aquello del delincuente favorito. El recuento sería infinito, deplorable.

Publicaciones Relacionadas

Más leídas