El ocaso de los Reyes

<p>El ocaso de los Reyes</p>

PEDRO GIL ITURBIDES
La transculturación contribuye sobremanera a la pérdida de valores, creencias y costumbres. Todavía celebramos la Epifanía de los Reyes Magos como fiesta de guardar, cuando coincide, como en este año, con un fin de semana. De otro modo, como es celebración sujeta a anteposiciones y posposiciones, pocos recuerdan el carácter religioso de la fecha. Pero cuanto es peor, Melchor, Gaspar y Baltasar están sucumbiendo en la riña con el famoso Santa Claus. Y éste tiene un aura de secularidad que no se la despinta nadie.

Pero no quiero referirme tanto a la fiesta religiosa como a la que, desprendida de ésta, tiene lugar a propósito de la adoración de los famosos magos al Niño Dios. No me cabe ninguna duda que el regalo que hacemos a nuestros hijos replica la obsequiosa conducta de los magos de que nos habla san Mateo. O de los pastores a que se refiere san Lucas. Pero magos y pastores acudieron al pesebre en donde la obediente María, padeciendo las pretericiones que padecen siempre los olvidados del mundano ruido, dio a luz a Nuestro Señor.

A esos magos y pastores imitamos.

En subregiones del Cibao, y sobre todo en los alrededores de Santiago de los Caballeros, los niños se encomendaban al niño Jesús. Lo supe a raíz de recibirme como Bachiller, cuando, por vez primera en mi existencia juvenil, salí de debajo de la sombra de mis padres. Entonces pasé unos días con mis primos hermanos por línea materna Gladys, Sócrates, Antonio y Víctor, y con el padre de éstos, viudo de mi tía Teresa. Allí pude constatar que a los velatorios los hombres iban a cherchar, y que los niños le pedían a Jesús parte de lo que le habían dado los reyes magos y los pastores.

Por esos tiempos ya había superado mis esperanzas de encontrarme, una noche, con los dichosos magos. Lo aprendí yendo a ver unas bicicletas a la tienda de Ramón Corripio, en la avenida Mella esquina a calle Altagracia. En aquella visita subí al aparato, fue probado el tamaño, bajado el sillín y comprobada mi capacidad de dominio del artefacto. Y ¡cuál no fue mi sorpresa! ¡A la siguiente fecha de reyes la misma bicicleta estaba en la sala de mi casa, y quedaba la mitad del yerbajo que puse la noche antes junto a un vaso de agua!

De todas maneras, secundé a los cibaeños. ¡Con cuanta razón acuden a pedirle al niño Jesús que les regale parte de lo que le pusieron los magos y los pastores! Porque la posesión de los juguetes desde la fecha del nacimiento permite aprovechar el asueto escolar. De manera que se disfruta un tiempo más largo con aquellos carritos, o muñecas, según el caso, que han caído en las manos de los infantes por la piadosa obra de los padres.

Pero los ruegos al niño Dios son cosa del ayer cibaeño. Como, de igual modo, van rumbo a la obsolescencia, las cartas a los Reyes Magos. Porque tronando con su sarcástica risotada, San Nicolás vuelto prenda de mercado inunda el mundo de niños y adultos, y sepulta las añosas costumbres.

Yo pienso que debemos aferrarnos a las bellísimas costumbres que hicieron que garrapeáramos ilegibles letras, soñando con carritos, bicicletas y muñecas. De bueno tienen los tiempos de hoy que las bicicletas se fabrican para la niñez. Antes saltábamos del velocípedo, la vagoneta, la patineta y del triciclo, a la bicicleta de adulto. De ahí la brega de montar al muchacho, probar si las piernas alcanzaban los pedales al bajar el sillín, con el riesgo de que el niño levantara la capa de los reyes para descubrir quién se encontraba debajo de la misma.

Y para intentar que prevalezcan esos añorados recuerdos, bien está que los gobiernos locales retomen la iniciativa. Cuando éramos niños, los reyes magos salían en los camellos del viejo zoológico de la avenida Bolívar, en las tardes del cinco de enero. No solamente los niños iban tras los afanosos reyes que trataban de permanecer en la incómoda montura. Aquello, aún para quienes habían superado las infantiles creencias, era espectáculo atrayente para todos. Y, quiérase que no, activaba el comercio.

De manera que saquemos recursos de la imaginación, y tratemos de rescatar estos lejanos y dulces recuerdos. Porque aunque la transculturación sepulte costumbres, creencias y valores, éstos son alimentos de la nacionalidad. Y del carácter de los pueblos.

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