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En los actuales momentos, la República Dominicana se encuentra en un período crucial de su historia. Las grandes transformaciones en el orden económico, político y social que se producen en su entorno obligan a quienes nos gobiernan hoy, y a quienes nos gobernarán mañana, a redefinir sus políticas y a trazarse nuevas estrategias para afrontar las soluciones que los tiempos demandan. Sumidos estamos en una crisis social y económica de grandes proporciones resultado, no sólo de factores mundialistas que escapan al control de nuestras autoridades, sino de la acumulación progresiva de problemas no resueltos y de políticas en ocasiones favorecedoras de intereses particulares y hasta encubridoras de acciones no deseadas.
La educación que se ofrece en las escuelas públicas y en los colegios privados del país está siendo cuestionada cada vez con mayor frecuencia e intensidad, no sólo sobre la calidad de sus profesores y cursos, sino sobre el uso general que dan a los recursos de que disponen: 4% del PBI. A sus administradores se les pide que expliquen las decisiones que toman respecto a una nueva área de estudio o de investigación; a la cantidad de recursos para un cierto proyecto frente a otro; al costo de la preparación de un alumno; y a la eficiencia y eficacia de sus políticas gerenciales; en suma, se les pide que rindan cuentas de cómo usan los recursos humanos y materiales puestos a su disposición.
Reconocemos la falta de equidad de nuestra sociedad y la necesidad de que la educación contribuya a resolverla. El problema es cómo lograrlo. Es que la inequidad de la educación que se oferta en nuestras escuelas es, al mismo tiempo, causa y efecto, productos de desajustes sociales ancestrales y efecto de las diferencias futuras. Y el que los padres de familias paguen o no para que sus hijos aprendan, no parece contribuir en un sentido u otro. Hoy, hay más dominicanos y dominicanas que saben leer y escribir y mucho más jóvenes de edades comprendidas entre los 18 y 30 años que cursan estudios universitarios; sin embargo, no podemos aseverar que la sociedad dominicana de hoy es mucho más equitativa que la de ayer.
No dudamos que es aconsejable insistir en la conveniencia de orientar la demanda de oferta educativa hacia los sectores de mayor importancia para el desarrollo nacional, y de apoyar las investigaciones, los estudios de campo y los proyectos de desarrollo tecnológico hacia los sectores que requiera la dinámica del país. Pero, cabe preguntarse si es posible exigir esto a las instituciones de educación superior, cuando desconocemos los planes de inversión por sectores y cuando no existen los mecanismos para coordinar los esfuerzos educativos con los de la banca, la industria, el comercio y el gobierno. Los altos funcionarios del sector no paran de hablar de la calidad de la educación, sin poner en claro qué es lo que quieren decir por calidad. Ciertos organismos internacionales nos ofrecen informaciones acerca de indicadores de calidad y del lugar que ocupamos en materia de enseñanza entre un número indicado de países del área. Lo aceptamos complacidos sin siquiera preguntarnos: ¿Son los indicadores utilizados por esas agencias y organismos internacionales los apropiados para evaluar la calidad de la instrucción pública de nuestro país?
El perfil que deseamos para la educción pre y universitaria es el de un sistema de instituciones con una misión bien definida, con estructuras curriculares flexibles y servido por un personal académico y administrativo que demuestre su calidad. ¿Qué hacer para lograr esto y más?