El Ojo Infernal de un Cíclope Ilustrado

El Ojo Infernal de un Cíclope Ilustrado

Si a los 40 años pude comprobar cuáles habían sido las llamaradas del inframundo que me incitaron a “releer” la obra de James Joyce -cuando ya a los 20 la había abandonado, satisfecho de las técnicas aprendidas y harto de una cosmogonía urbana que no era la mía en sus arcanos ni en la errancia de sus parodias homéricas ni en los sedimentos y escolios de sus pliegos culturales-, ahora a los 60, he confirmado, que si he vuelto a reincendiarme con sus últimas novelas es por su ferocidad experimental, el desplante y transgresión que implicaba su proyecto creador, el desacato a toda norma o preceptiva académica, el desprecio a los ladridos del crítico retrógrado y a cualquier canon inquisidor, a sus géneros escoriados y a sus jerarquías sacralizantes.

Pocos escritores han leído dos veces el “Ulises”, salvo a volandas y no completamente y sin el entusiasmo y la añoranza por reencontrar personajes inolvidables, que en esta novela apenas son transeúntes anónimos que viven rumiando su vida interior, en medio de una metrópolis aún provinciana y ya envuelta en el pesimismo de una civilización incrédula. Es toda una topografía de arrabales para especialistas y peregrinos devotos del “Camino a Dublin”, desde la Torre de Martello y el último tranvía por la periferia y lares capitalinos, hasta los adulterios felices que saborea golosa Molly Bloom, quizás la única personificación femenina digna de rememorar en su novedoso, secreto y excitante fluir de la conciencia.

Si para cualquier lector común puede resultar fatigante o pesada una improbable relectura de la novela más revolucionaria del siglo XX, ni qué decir frente a la tomografía verbal de su obra más ambiciosa y enigmática, “Finnegans Wake”, oscura y vana tarea de hermeneutas febriles y exégetas atormentados, que aún hoy no han podido descodificar el flujo de sus simbologías milenarias, de sus deidades bíblicas y paganas, las claves de eremita y todos los correlatos de un pretérito desguazado con la sabiduría de los textos antiguos, a fuerza de una insaciable erudición lúdica.

Pero si “Ulises” sobrevive al “placer del texto” en fragmentos y ámbitos escogidos, y sobre todo en el esplendor de su estructura gigantesca, en “Finnegans Wake” trasciende y desconcierta una “poética de la oscuridad” que deviene en una ficción para políglotas, como también en un recuento abigarrado de nuestra progenie, y de cada “Era” cíclica de la humanidad, que se espigan con divertimentos culteranos, y hasta con el incesante contrapunto de retruécanos y palabras fermentadas, coloquios pedestres, simulacros verbales y murmullos silábicos que parecen articular una gramática descuartizada jamás oída ni leída nunca en la literatura universal.

Esa faena pantagruélica del oficio creador y ese propósito apasionado y titánico de sacudir todos los cimientos de la argamasa novelística, con su laberinto de aullidos y desquiciamientos, junto a su “data experimental”, bizarra y desenfrenada, es lo que ha vuelto a hechizarme.

Algunos confidentes y allegados a Joyce destacaban su voluntad de aislamiento para distanciarse del mundo, sin que pudiera perturbarlo la metralla de las barricadas ni las catástrofes de cualquier rincón de la tierra. Nada más le interesaba la consecución sus tórridas jornadas creadoras, el sometimiento tenaz de la palabra y su festín semántico.

Ya resulta emblemática su figura de escritor, arrellanado en la poltrona de su estudio, cabizbajo y atento, con tres lupas releyendo sus manuscritos como si irradiara visiones por el “ojo infernal” de un cíclope ilustrado. Prácticamente era un ciego a tientas entre los astros terrenales, un soberbio Polifemo, que hacía grandes esfuerzos para no terminar invidente tras once operaciones amargas que enneblinaba progresivamente el glaucoma de sus demiurgos.

Cada vez necesitaba escribir letras más grandes y gruesas para poder leerlas, y se detenía ante cualquier minucia gramatical para sacarle filo a la semilla del lenguaje. Ahí radicaba una de sus mayores virtudes: en esa inventiva permanente, en ese poder de innovación para entretejer pastiches estilísticos, monólogos, epifanías, escenas escatológicas y, especialmente, en esa ruptura inmisericorde con todo paradigma narrativo y hasta lo creado por él mismo, su propia escritura abierta con deformaciones fonéticas, y vueltas a coser y otra vez a diseccionar, es el aporte y la mayor destreza que al día de hoy nadie ha podido aventajar.

En medio de los tormentos de su ceguera intermitente, Joyce arreciaba su “Obra en progreso” con una disciplina terca y apoteótica, ensimismado por el lujo de sus hallazgos formales y sus conquistas técnicas, sin importarle el tiempo que le tomara concluir un capítulo, un párrafo, una línea (8 años Ulises, 17 Finnegans Wake) e impertérrito a las presiones de cualquier editor que lo hostigada a devolver las galeradas que él corregía y reescribía una y otra vez en los márgenes, por arriba o por debajo del espacio en blanco de las frases, con más notas sobre la marcha, que terminaban en un mare mágnum de garabatos y agregados ilegibles, tal como las adiciones y borrones que Balzac mandaba a sus impresores.

Los escritores de gran imaginación pueden escribir de todo, menos de sí mismos. De Homero a Cervantes, de Rabelais a Walter Scott, de Sterne a Víctor Hugo, sin olvidar a los fabuladores oníricos, Raymond Roussel, Lovecraft, Tieck o Borges, casi todos han prescindido de la “primera persona” como alimento creador, aunque sus secretos más íntimos o grotescos lo trasiegan a la biografía de sus personajes.

Joyce nunca fue un “hombre de acción”. Los escritores que han hecho literatura con su propia vida, y que pusieron en “primer plano” la experiencia de su errancia dionisíaca, aventurera o bélica (Hemingway, Malraux, Henry Miller, Conrad) nunca rebasaron la imaginación de su tiempo, ni pudieron liberar sus ficciones de la inmediatez de su época, hincada en el cepo de la historia.

Más allá del melodrama del hombre anodino y ordinario (Lepold Bloom), convertido en prototipo del héroe contemporáneo, Joyce nunca logró alzar vuelo por encima de su propio entorno realista, y se limitó a diluir toda su obra en los sobresaltos de su autobiografía, cifrándola con alegorías a una “realidad objetiva”, como si fuera un archivista sórdido o un entomólogo o un laboratorista de las excrecencias del cuerpo humano.

Fue el “ojo público” de la trepidante urbe y a la vez el comisario crispado de la “conciencia colectiva”. No se puede considerar un narrador cautivante ni un novelista que pudiera manejar multitudes o el linaje de varias generaciones o el atavismo sombrío de familias en pugna. Nunca pudo desprenderse del fardo de sus vivencias juveniles, que a partir de los 22 años fue la correa de transmisión de su resentida y viscosa vida interior, y que constituye la materia prima de sus obsesiones más flagrantes: al sentimiento de culpa por la muerte de su madre, el adulterio paranoide, la fantasía pornográfica, la fijación fecal, el anticlericalismo, la demencia de su hija Lucia, el patrioterismo y la transgresión redentora.

Pero, por encima de todo, a Joyce le acuciaba reinventar el lenguaje en sus ostras, integrar la oscuridad de los éxtasis en su lámpara de Aladino, ensamblar el silencio con una geometría de planos y cuadrantes que orquestara la acústica de la perplejidad humana. Mucho más que contar relatos y fraguar estirpes, mucho más que sumar nuevos episodios e intrigas, otros territorios de amor y muerte, quería vaciar toda la cultura y los mitos del hombre en un solo Libro, con la historia de sus deyecciones, sus delirios y atrocidades.

Para cualquier escritor su mayor obra es la que está escribiendo, pero para Joyce y unos pocos más, la última novela podía parecer una despedida, un testamento, un estrépito cósmico que aboliría todos los géneros en la alquimia de otras ficciones. Se ha afirmado que más de una tercera parte de “Ulises”, Joyce la confeccionó mientras corregía y reelaboraba la versión original. Precisamente, su “sentido musical” se modulaba más en la dinámica de su montaje y de su polifonía estructural, que en la prosa y atmósfera de su épica ciudadana.

Por eso, cada vez que le hablaban de la guerra y las hecatombes en marcha, él respondía: “No me hablen de política, a mí solo me interesa el estilo”. La alternativa del escritor sería subir a la tribuna de su tiempo o no bajar nunca de su torre de marfil. De cualquier modo, de nada valdría escribir a la sombra los “profetas armados” si no se puede crear y vivir por encima de sus luces.

Y es que James Joyce no solo rechazó el “orden escolástico” y se distanció del mundo antiguo, sino que tomó como territorio de juego los arquetipos del pathos clásico, el coraje y la belleza, y convirtió en sarcasmo el mito y la exaltación de la Odisea homérica.

Con mucha sagacidad, Anthony Burgess, nos recuerda que “Ulises” más que una novela es un magnífico libro, en el que no hay una meditación profunda ni un pensamiento elevado digno de citarse. No en vano, T. S. Eliot pudo resumir con dos palabras el aluvión caótico y arbitrario de la que ha sido la piedra angular de la novela contemporánea: “Ulises” es el resultado de toda la anarquía y futilidad que arrastra el siglo, su contenido y forma son semejantes a los despojos y ruinas, y a todos los desperdicios históricos con los que ha crecido el Hombre Moderno.

(Legajos del Tenebrario: compendio de ensayos, aforismos artículos, crónicas y otros artículos del disenso, libro In Crescendo de Pedro Peix- 1972-2015)

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