El olvido, particularidad dominicana

El olvido, particularidad dominicana

R. A. FONT BERNARD
La República Dominicana de los días que discurren es un país que califica para figurar en el “Aunque Usted no lo Crea”, de Robert Ripley. Es una calificación que dejará para la posteridad un aire de misterio apasionante. El de la apariencia con que los dominicanos somos, o solemos fingir que somos, un pueblo desmemoriado. Temas interesantes de nuestra vida colectiva de gran actualidad y presencia nacional un día, desaparecen sin dejar rastros en el interés público, sin que se acierte a saber la suerte corrida por los mismos. Se esfuman de la curiosidad ciudadana, se apolillan como datos intrascendentes en los archivos de los tribunales y en las colecciones de los periódicos.

Perduran como fichas, no siempre confiables, en la calidad del material de trabajo para los historiadores.

Es cierto que el olvido constituye un elemento necesario para la existencia individual, o colectiva. Sin olvidarnos de muchas cosas, la existencia humana sería imposible, sobre todo, cuando las circunstancias obligan a olvidar ofensas no provocadas, o pesares inmerecidos. Pero de esa circunstancia psicológica, al olvido generalizado de los temas vidriosos que suelen adquirir protagonismo en la vida cotidiana, hay sin dudas un largo trecho.

Según las apariencias, estamos acostumbrados a un rutinario proceso, en la secuencia de los olvidos. Se produce, o se supone un hecho, y se publica en la prensa. Se denuncia, se habla mucho de él durante unos días, se anuncian múltiples medidas rectificadoras en torno al mismo, y a la postre, no se vuelve a hablar de ese acontecimiento. ¿Quién hizo esto? ¿Por qué fue aquello? ¿Qué hubo en el trasfondo de tal o cual medida? ¿Cuáles influencias gravitaron, negativa o extraoficialmente desaparecido en el elusivo “Angito”, incriminado como el asesino del general Beauchamps? ¿Y qué del izquierdista arrepentido, Villa Cartagena, plagiario del empresario Capellán, en fuga con un niño de dos años de edad, y en posesión de más de un millón de dólares? ¿En qué limbo están las investigaciones relativas al asesinato del senador Darío Gómez? A la “indelicadeza” Hidro-Quebec no nos referimos, porque como es un secreto a voces, los cinco millones de dólares perdidos por el Estado, posiblemente se perdieron en un desastre de la Bolsa de Nueva York.

Ocurrencias gastadoras de muchas tinta periodística, en su tiempo, como la tragedia del Barco Regina Express, la sustracción de un millón de dólares de las abovedas del Banco Central de la República; la reforma agraria “científica”; los millones de pesos increíblemente burlados a la dirección de Rentas Internas y el Banco de Reservas; las investigaciones en torno a las supuestas “indelicadezas” cometidas por un funcionario judicial, con el transcurso de los meses, y a veces de días, perdieron notoriedad y pasaron a engrosar el abultado capítulo de nuestros olvidos circunstanciales.

No es infrecuente, por otra parte, que el ejercicio de olvidar tenga una trascendente significación en nuestro folklore político. En un pueblo como el nuestro, cuya vida republicana ha transcurrido entre dilatados letargos y explosiones súbitas, entre una resignación casi animal y un repentino despertar homicida, nada extraño ha de ser que el “olvido” actúe en función de “amigable componedor”, para que luego de un inesperado estallido de violencia, mansos y cimarrones se banqueteen en la misma mesa. “Con el bálsamo de olvido” como diría cierto poetastro, se han beneficiado muchas falsas reputaciones, y se han sepultado muchas glorias históricamente merecidas.

Como ejemplo ilustrativo de un olvido colectivo es válido mencionar aquellas multitudinarias demostraciones de pesar ante el cadáver insepulto de Trujillo; las interminables filas de angustiados dolientes, en desgarradoras expresiones de dolor, ante el féretro del Jefe, entonces para la gran mayoría del pueblo “vilmente asesinado”. Y luego, apenas unos días después, la turbamulta, alentada de puertas adentro por muchos de los beneficiarios de la “Era gloriosa” derribando estatuas y demandando justicia contra los colaboradores del “sátrapa ajusticiado”.

Conservamos con nosotros la imagen imborrable del “notable”, ya fallecido, quien luego de entregarle Trujillo personalmente un generoso donativo, solicitado para recuperar la vivienda familiar hipotecada, se deshizo en alabanzas al “ilustre y querido jefe”, apenas un mes antes del magnicidio del 30 de mayo. ¿Cómo darle crédito a nuestros ojos al verle encabezando una manifestación de los “cívicos” que desfilaba por la calle del Conde, tocado con el sombrerito de cana, y lanzando improperios contra “los remanentes de la tiranía” apenas transcurrido un mes de aquel acontecimiento?

De más reciente data son los olvidos políticos de quienes, durante el gobierno de los doce años, combatieron con saña increíble lo que entonces calificaban como “el despotismo ilustrado de Balaguer”, para luego, en un inconcebible ejercicio de acrobacia, hacerse acreedores a la virtualidad de proverbio que reza que “quien tiene vergüenza no come ni almuerza”. ¿Qué deterioro esclerótico deberá padecer el “incorruptible antibalaguerista” de otrora, que arrodillándose en nuestra presencia ante una imagen sagrada, juró que prefería ver su hogar convertido en pavesas, antes que aceptar el cargo que por nuestra vía le ofrecía a quien entonces calificaba como “un pichón de Trujillo”, para luego beneficiarse en las indelicadezas” de los últimos ocho años?

Y qué decir de quienes, tras los resultados de las elecciones del 1978, olvidaron oficios y beneficios para arrimarse desvergonzadamente al cambio “nacionalista y revolucionario”, en la búsqueda de una sinecura?.

Alguien ha dicho, exhibiendo una punzante ironía, que los dominicanos, como ciertos ejemplares perrunos, ladramos más que mordemos. Una definición atinada para entender el origen de nuestros circunstanciales olvidos. Algo que tiene una renovada comprobación en los días del presente, en lo que tiene que ver con ciertas acusaciones que de antemanos llevan trazas de no ir a ninguna parte, porque como lo sentenció Sor Juana Inés de la Cruz, “no acordarse no es olvido, sino tan sólo, negación de la memoria”.

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