FEDERICO HENRÍQUEZ GRATEREAUX
Hace dos semanas oí decir a un arquitecto: el otoño de los almendros tiene lugar en febrero. Me sorprendió la afirmación de que los almendros tuviesen un otoño particular. Tal vez haya querido decir que durante el mes de febrero caen las hojas de los almendros. Los únicos almendros que he visto a lo largo de un año completo son almendros dominicanos. Por tanto, no puedo saber si en otros países los almendros se quedan pelados en febrero; ni si ese mes coincide en otras latitudes con el otoño. Pero es una verdad irrefutable que con el tránsito de las estaciones, los árboles cambian el color del follaje. Florecen, pierden las hojas, echan retoños, año por año, con regularidad inexorable. Quedé aprisionado sentimentalmente por la sentencia del arquitecto, pues he asistido muchas veces al hermoso espectáculo de ver caer las hojas de los almendros sobre aceras, calles y jardines. Las hojas pueden ser parcialmente verdes, amarillas, color tierra, rojas, violáceas, anaranjadas; ruedan por el pavimento convertidas en vistosos residuos de la naturaleza que la brisa amontona desordenadamente.
Hubo una época en la cual yo trabajaba para la Fundación de Crédito Educativo, (Fundapec), en la venta de un título financiero para educación. Todos los días estacionaba mi automóvil Mazda bajo uno de los grandes almendros de la calle Pasteur. La vía conserva aún estos árboles de troncos negros nudosos y de enmarañadas raíces. Las copas de los almendros están ordenadas en círculos concéntricos, como si fuesen pisos de ramas o articulaciones de sombrillas superpuestas. También había caobos y robles; en la calle Santiago, a pocos pasos de la esquina con Pasteur, creció vigorosamente un roble doble de flores moradas. En primavera la copiosa floración iluminaba ese privilegiado sector de Gazcue. Las hojas de los almendros se arrastraban por las cunetas con un rumor que me hacía recordar un célebre verso de Neruda: Viento que lleva en rápido robo la hojarasca. Este verso se utilizaba para que los estudiantes de bachillerato conocieran efectos poéticos de la onomatopeya. Las preceptivas literarias y las gramáticas normativas recurrían a esos ejemplos de simbiosis entre sonidos y significados.
Los caobos tupidos, frondosos, de hojas pequeñas, estaban llenos de nidos. Se oían los pájaros pero no podían verse fácilmente. Si usted caminaba, desde la avenida Independencia, por la calle Pasteur hacia el norte, veía las copas de los almendros – rojas, verdes, terrosas y ocres – levantadas al cielo por encima del tendido eléctrico. Los robles dobles (de flores dobles) difundían una paz melancólica que invitaba a la contemplación estática de la naturaleza. En aquella época había leído un estudio de Otoño regulado, el famoso libro de versos en francés del poeta chileno Vicente Huidobro. Imaginaba que los adelantos de la ciencia nos permitirían controlar los cambios en el clima; graduar el calor extremo del verano o el frío intenso de los inviernos. Un Otoño regulado nos lanzaba a la idea de entristecer o alegrar el contorno a voluntad, de fabricar un paisaje en consonancia con nuestros estados de ánimo. Madurar las hojas de los almendros, cambiarles el color, desprenderlas de las ramas, tal vez llegaran a ser simples problemas técnicos de climatología o de ecología.
En una calle que cruzaba la Pasteur – ahora no puedo precisar si era la Casimiro de Moya o la Lea de Castro – vivía una señora que cuidaba su pequeño jardín con grandísima disciplina. La señora tenía maceteros con begonias, caladios, tocadores. En su terraza-balcón había tarros colgantes con plantas que crecían en chorreras. Me dijo los nombres de cada una y me contó las dificultades que había vencido para cultivarlas. Hay plantas que han sido expulsadas de los jardines o han caído en descrédito ornamental. Ya no existen setos vivos de carnaval, un arbusto con hojas verdes salpicadas de pintas blancas. No hay ya rabos de gato ni mocos de pavo. A esta última planta le han cambiado el nombre por el de celosía. Franklin Mieses Burgos, el poeta extraordinario creador de Esta canción estaba tirada por el suelo, decía que ponemos a las plantas nombres espantosos: por ejemplo, lo que aquí llamamos lengua de vaca en América del Sur le llaman espada de ángel. Tenemos una planta que se conoce por el nombre de oreja de burro. Rotulamos el mundo vegetal con nombres sacados del reino animal.
Pues bien, esta buena señora de Gazcue, después de explicarme cómo había conseguido desarrollar caras de caballo, me dijo: podo las plantas entre el día de La Candelaria y San Blas, esto es, a partir del dos de febrero, hasta el siete del mismo mes.
Entre esas fechas podo, abono, resiembro y limpio. El mes de febrero, según parece, está dotado de una gracia astronómica que favorece la agricultura y la jardinería. Lo de mojar las matas, es otra cosa esencial; y añadió: nunca lo hago al mediodía; siempre en las tardes, cuando aún hay luz, a punto de anochecer.