El otro blindaje

El otro blindaje

EDUARDO JORGE PRATS
e.jorge@jorgeprats.com 
No abordaremos la cuestión de si la economía dominicana puede o no resistir choques externos. Eso ya fue respondido por la propia solicitud presidencial de ayuda a la ONU para enfrentar el impacto de la crisis mundial. Nos referiremos a otro blindaje: el institucional.

 ¿Están preparadas las instituciones dominicanas para resistir las fuerzas erosionantes de la política y el mercado? ¿Puede soportar el siempre inacabado Estado de Derecho que intentamos construir los dominicanos los “poderes salvajes” o “inciviles”? Para responder estas preguntas, debemos distinguir, de la mano de Luigi Ferrajoli, los cuatro tipos de poderes salvajes conocidos.

El primer tipo está compuesto por los poderes privados ilegales de las organizaciones criminales nacionales y transnacionales. El segundo es el de los poderes públicos ilegales que se desarrollan en el seno de las instituciones y que son “poderes invisibles” que corrompen el Estado y crean un Estado paralelo y clandestino que socava la legalidad, la publicidad, la transparencia, la representatividad y el control congresional y popular que caracteriza a todo sistema republicano y democrático.

El tercero está constituido por poderes privados extralegales, como es el caso de los macropoderes económicos que, ante la ausencia de límites y controles legales, pueden arrasar con los derechos sociales, los intereses públicos y la libre competencia. El cuarto está representado por los poderes públicos extralegales producto del desarrollo de los aparatos burocráticos del Estado clientelar y del hiper-presidencialismo que propician la arbitrariedad y la irresponsabilidad política y administrativa.

Sin entrar a analizar empíricamente el grado de incidencia de estas cuatro clases de poderes salvajes en nuestro país, basta, por el momento, afirmar que el blindaje institucional es la capacidad del Estado “de limitar, si no suprimir, los poderes salvajes legales y extralegales, y, por otro lado, las culturas políticas y las formas institucionales que, por el contrario, secundan y, a veces, legitiman su desarrollo” (Ferrajoli).

Si aceptamos que “el poder corrompe y que el poder absoluto corrompe absolutamente” (Lord Acton) y “que todo hombre que tiene poder siente la inclinación de abusar de él, yendo hasta donde encuentra límites” (Montesquieu), está claro que solo el Derecho está en capacidad de limitar y minimizar los poderes salvajes y asegurar “la ley del más débil”.

El blindaje institucional se logra entonces por la sustitución del gobierno de los hombres por el gobierno de las leyes y la subordinación de los poderes al principio de legalidad. El control judicial del poder es la máxima expresión de esta domesticación legal del Leviatán. La alternabilidad en el poder y el ejercicio del voto en libertad y sin coacciones de un avasallante aparato de propaganda estatal son otras de sus piezas fundamentales.

Quienes mataron a Trujillo lo hicieron tratando de sentar las bases de una nación democrática que pudiese renunciar a los santos, los mártires, y los héroes. Y es que se supone que una sociedad decente permite a sus ciudadanos una existencia sin heroicas exigencias morales y sin arrojo mortal en la resistencia. Pero un país al margen de la ley, si bien no exige el auto sacrificio personal de los oprimidos por una tiranía, sí requiere de sus elites y ciudadanos la capacidad de luchar cotidianamente por el Derecho, para así construir y sostener instituciones que reclamen heroísmo al que quiera violar la ley y no al que la respete.

Las instituciones precisan hombres y mujeres que las encarnen pero que no las confundan con sus personas: ciudadanos dispuestos a ser los “pitcher taponeros” de que nos hablaba el Padre Euribíades Concepción Reynoso.

Esos ciudadanos, defensores de la institucionalidad y dispuestos a arriesgar lo que tienen en un hara kiri a favor de los débiles y los excluidos, que no tienen nada, serán aquellos que permitirán que el resto de sus compatriotas dejen de ser mendigos del Estado clientelar y se conviertan en ciudadanos con plenos derechos fundamentales frente a un Estado de Derecho que los garantice legal y no medalaganariamente. El momento electoral reclama aprovecharlo para fortalecer las instituciones por encima de los detentadores del poder, recuperar el crédito público, neutralizar políticamente los reguladores del mercado y hacer que el cumplimiento de la ley no devenga huero y mero “cumplo” y “miento”.

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