El otro jardín: La reticencia del Haiku

El otro jardín: La reticencia del Haiku

POR LEÓN DAVID
A ninguna mente instruida se le ocultará que los poemas, harto breves y hermosos, incluidos en el poemario de Güido Riggio Pou intitulado El otro jardín responden plenamente, hasta donde el genio de la lengua castellana lo permite, a esa modalidad lírica tan característica del espíritu y la sensibilidad nipones que, durante la segunda mitad del siglo XIX –cruzando las palabras “haikai” y “hokku”– fuera denominada “haiku”.

Ahorraré al lector –pues no es de este lugar– toda erudita reseña acerca de la historia del aludido género literario japonés. Mas sí albergo la optimista ilusión de que me consientan esbozar algunas ideas en torno a la índole del haiku; y ello en razón de que, si estoy al cabo de lo que pasa en los fragantes dominios de la creación poética, al proceder así estaré también contribuyendo a derramar luz sobre los rasgos expresivos que confieren su peculiar talante a los versos del poemario El otro jardín.

Acaso la nota estilística menos encubierta del molde lírico que a punto largo me propongo ahora examinar sea la reticencia: decir por medio de lo que se calla; conceder la palabra al silencio; no mencionar, sino apenas sugerir… El efecto de semejante artificio es, en manos del vate de inspirado plectro, deslumbrador.

Cuando el poeta confiesa:
Temo a la noche.
Sé que una noche se
quedará conmigo.

no es a la noche a lo que se está refiriendo, sino a la muerte, al correr incesante del tiempo que todo lo devora y que un día aún impreciso pero no por ello menos ineluctable dará cuenta de lo que hasta entonces habíamos sido. Es el estado de ánimo de inquietud, desasosiego y aprensión ante la inevitable disolución del yo el que por modo transparente cobra cuerpo en esos tres versos de cuidada y presagiosa simplicidad. No es necesario, en todo caso, mencionar a la muerte; la noche, convertida en fúnebre símbolo e insondable visión, la patentiza.

El poder de deslumbramiento del haiku –sea este de Matsuo Bashoo o de Güido Riggio Pou- reside en la sugerencia; en el aludir; en el tratamiento oblicuo que lleva a experimentar la sensación –con viso de inconcusa certeza– de que tras la frágil mampara de las escasas palabras que la estrofa obsequia, un universo alucinante y misterioso se empeña en mostrar su rostro al tiempo mismo en que esquiva hábilmente cualquier mirada que intente profanar su preciado secreto.

Musita el poeta:
Aquel jardín,
aquel otro que habita
en el estanque.

Y el prodigio se cumple. Ese otro jardín que habita en el estanque –y que da nombre a las páginas que estamos comentando– no es mero reflejo de la vegetación sobre el plácido cristal del agua de la fuente, sino que la imagen especular, transfigurada por la intuición poética, es vía de revelación de la esencia del cosmos; se nos ofrece en tanto que ventana por donde contemplar la dimensión de lo real, esto es, lo de adentro, los hontanares del mundo y la existencia, el enigma que hospeda más allá de lo que escucha el oído, discrimina la pupila y la mano toca. El otro jardín que habita en el estanque es el arquetipo, es la armonía, es la música de las esferas, es la belleza suma, es el orden, es el ideal a que aspira el alma y que sólo algunos espíritus privilegiados tienen la fortuna, cuando les son propicios los hados, de entrever.

También alienta en los poemas de Güido –no podía ser de otro modo– una concepción animista y panteísta de la naturaleza. Es notorio que el tema de la naturaleza predomina en el haiku, como sucede en otras innumerables manifestaciones del arte oriental, verbigracia en la pintura. Siente el poeta que todo vibra, se estremece, vive, que en todas las cosas, incluyendo las que suponemos inertes, palpita un corazón y una voz interpela al que sabe escucharla. Porque de prestar crédito a la cosmovisión china y nipona, la posibilidad de trasmitir estados de ánimo artísticos estriba en el hecho de que el universo entero no es más que un conjunto de fenómenos de resonancia entre seres o sistemas diversos. Parejo principio de resonancia da razón de la existencia de isomorfismos, es decir, de similitudes estructurales entre los distintos planos de la realidad. Mas tales analogías sólo es capaz de aprehenderlas el que está apto para tal desempeño, la persona cuyo refinamiento sensible y encumbramiento espiritual la hacen capaz de reaccionar a su llamada. La estética taoísta y budista zen que está en la base de la forma literaria del haiku se propone elevar a la persona a estados emocionales y niveles de percepción superiores. El poema debe hablar a la intuición, abrir de par en par las puertas de la percepción, alumbrar las hasta entonces sombrías catacumbas del subconsciente…

De ahí, entre otras singularidades sobre las que ahora no abundaré, la sobriedad, la llaneza y contención de la modalidad poemática que nos ocupa. ¡Guerra a la retórica! No en balde M. Bashoo, considerado el más eximio cultivador de haikus, aseguraba: “Los versos de algunos poetas están excesivamente elaborados y pierden la naturalidad que procede del corazón. Lo que viene del corazón es bueno, la retórica es innecesaria.”.

Tan elocuente ausencia de retórica es la que se explaya para fascinación del que estos versos lea:

Llueve. Ha sido
escuchado el rezo
de estas flores.
O en estos otros, no menos cautivantes:
Ya es el ocaso.
¿Dónde en las noches va el
azul del cielo?

La parquedad metafórica, el comedimiento verbal, la templanza expresiva de estos poemas de Güido es recurso artístico que se reitera, dando origen a una economía lingüística cuya virtud suprema descansa en hacer que el silencio nos hable.

Cierto ensayista de justificado predicamento, cuyo nombre mi desamor descuida, aseveró –acaso no se equivocaba– que “El encanto mayor de la poesía china y de la japonesa consiste, precisamente, en su admirable reticencia, algo muy difícil de lograr en una lengua indoeuropea.”.

El español, idioma explícito y enfático, de genio propenso a la declamación y a toda suerte de gárrulas pirotecnias, al ser hijo legítimo del latín, comparte la dificultad señalada en los renglones precedentes. Que el autor de El otro jardín haya sido capaz, a pesar de esa casi insuperable traba, de compenetrarse íntimamente con el elusivo gesto verbal del haiku es proeza literaria digna de entusiasta y agradecida reverencia.

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