El otro tigre de Borges y el Golem

El otro tigre de Borges y el Golem

POR GÜIDO RIGGIO POU
Jorge Luís Borges, exquisito creador de  prosa  y  verso, en el curso de  su obra literaria deja en evidencia su profunda convicción de la condición limitada del lenguaje. Su obra está tocada por el dejo de  nostalgia de un hombre  consciente de que  su pluma jamás podría  plasmar en nuestro mundo, el mundo de los esplendores en donde una vez, inmensamente viva, habitó la palabra.

En el poema “El Otro Tigre” Borges trata puntualmente sobre el lenguaje y la realidad,  y con  magistral refulgencia, y nos dice:

(…) “Que el tigre vocativo de mi verso / es un tigre de símbolos y sombras (…) y no el tigre fatal, la aciaga joya (…) pero ya el hecho de nombrarlo (…) lo hace ficción del arte y no criatura (…) un tercer tigre buscaremos (…) será como los otros una forma /de mi sueño/un sistema de palabras humanas y no el tigre vertebrado…”

Sabe Borges, que al escribir sobre la realidad viviente, él, con su pluma la dejará   petrificada, muerta en la palabra…y hasta aquel último tercer tigre que pretende nombrar en su poema, también – con su palabra – lo convertirá  en  ficción de su arte.

Y al final del mismo  poema afirma Borges… pero “algo me impone esta aventura indefinida, insensata y antigua, y persevero”, y luego manifiesta  que siente un mandato interno, subyugante, que le obliga a persistir -destino inexorable del poeta- a buscar…  “El Otro Tigre, el que no está en el verso”… el  tigre real.

Pero él, sabiendo lo inútil del arte, en su afán de atrapar la huidiza realidad que inexorablemente se le escurre, persiste en escribir sus símbolos con la inútil  esperanza  de alcanzar lo ya sabido imposible.

Y más, en el curso de su obra Borges permanece  en señalar la imposibilidad de poder atrapar la realidad con la palabra, y lo hace  explícitamente en  El Golem, poema donde  narra la conocida historia del rabino de Praga, quién al encontrar el terrible y perdido “Nombre”, dio con él la mágica vida  a su elaborado monigote.

Porque también  le aconteció al rabino de Praga como nos aconteció a nosotros, cuando por primera vez empezamos a usar la palabra para explicarnos las cosas de este mundo: 

Y  su Golem, nos dice Borges , … “vio formas y colores que no entendió”… y que el rabino con su lenguaje le explicó,… y él , también… “Gradualmente se vio (como nosotros) / aprisionado en esta red sonora /de Antes, Después, Ayer, Mientras, Ahora, / Derecha, Izquierda, Yo, Tu, Aquellos, Otros”…  Pero al  rabino –como a nosotros- no le quedó otro camino, e irreversiblemente a su Golem debía revelarle el universo,  e incansablemente le explicaba…  “esto es mi pie ; esto el tuyo ; esto, la soga”.

 Pero ya, al final, conciente de que estaba conduciendo a su Golem por el trillado e inútil camino que lo alejaría de la realidad, se lamenta  y exclama… “¿Por qué di en agregar a la infinita serie un símbolo más?”

 De alguna manera,  nosotros los humanos somos hechura de los símbolos -como el  Golem de Borges – más que de verdades.

Y más, en el mismo poema cuando declara… “Si (como el griego afirma en el Cratilo)/El nombre es arquetipo de la cosa/ en las letras de rosa está la rosa/ Y todo el Nilo en la palabra Nilo.”, Borges nos advierte  del  inalcanzable sueño de Platón por encontrar “El Nombre” de las cosas;  y nos advierte de la trampa del lenguaje, trampa en la que hemos caído y que es, paradójicamente,  la única alternativa que nos ha procurado la naturaleza para poder vislumbrarla.

Nos hemos llegado a creer, por el uso inconsciente que del lenguaje  hacemos, que al pronunciar la palabra rosa, en sus letras, en el sonido de los vocablos que conforman  la palabra que la anida, está contenido el perfume , la presencia y toda  la esencia  de la viva y efímera rosa.

Sin embargo el poeta persiste, porque  intuye que la realidad concurre más allá de los límites del lenguaje. Por ello vive en una eterna agonía, tratando de alcanzar aquella  profunda e intensa realidad con su palabra.

VI  Mieses Burgos y el lenguaje soñado.

Otro  poeta que también buscó incansablemente el lenguaje soñado lo fue Franklin Mieses Burgos , quien por tener  conciencia cabal  de la condición limitada del lenguaje – como buen poeta – no cesó jamás  de tratar de encontrar “el nombre perdido de las cosas” , la palabra exacta que al pronunciarse desentrañaría fatalmente la esencia de las cosas.

Por eso declara Mieses Burgos en uno de sus poemas:
“Saber no es repetir /únicamente el nombre terrestre de las cosas…

¿Quién, entonces, /levantará los parpados del sueño?/ ¿Quién designará las cosas /con el nombre interior con que las nombra el ángel?”

 Mieses Burgos, en su anhelo eterno por convertirse en otro Adán -aquel que por primera vez nombró las cosas- nos dice:

“Aquel…por cuyos dulces labios elegidos fluyó lo eterno/ en desnudez de río / en júbilo de ser y soledades…”

Porque él también busca desesperadamente la palabra perdida, la palabra que es capaz de encarnar la realidad total.

Y por eso gime:

 “Si bien sólo es acaso el mar lo que deseas, / clama por él, y lo tendrás a ti llegado/en el instante mismo en que tu voz se alce/toda crecida de él y sus espumas…”

VII  El Gran Narrador.

 El lenguaje a la vez que mata nuestro entorno, lo eterniza. La literatura nos somete, nos domestica, pero paradójicamente es la que nos hace ver y comprender al mundo; un mundo que llega a nosotros filtrado a través de la condición simbólica del lenguaje.

Sin embargo ese símbolo al frisar la creación en que vivimos, nos permite en desgajada y minuciosa visión acercarnos a los abismos de su génesis, asomarnos  a su  profunda comprensión. Gracias al símbolo podemos posar nuestros ojos detenidamente en aquello que nos asombra y nos conmueve.

Nuestro cerebro es el gran narrador de éste drama: toma  las informaciones y percepciones que por los sentidos le alcanzan y  las procesa, para luego contarnos su propia historia.

Registramos, procesamos y ordenamos nuestro pensamiento usando las palabras de nuestra lengua. Así  todo suceso, vivencia, experiencia se convierte inmediata y fatalmente en lenguaje, en símbolo, en ficción.

 Literatura, lenguaje y pensamiento es palabra, es ficción.

En última instancia nuestra cultura es fundamentalmente la versión, o la memoria que hemos elaborado a través de los tiempos cuando procedimos a interpretar por medio  del símbolo la realidad viva en que nos encontrábamos sumergidos.

Y esa interpretación de los acontecimientos  que percibimos directamente de la realidad ha sido esbozada, procesada y registrada en nuestro cerebro sobre la base de  las categorías limitadas  que el lenguaje -con sus  férreas cadenas-  nos ha permitido establecer.

Más bien vivimos sumergidos en una “realidad cultural” y no en una “realidad natural”. Porque es el lenguaje el que se ha encargado de descodificar la realidad, es él quien la ha  organizado y  racionalizado, y es él también quien nos la muestra y presenta  a través de sus limitados cristales.

Ya somos incapaces de percibir a una realidad que esté más allá de las categorías que el lenguaje pueda establecer o haya establecido. Y esta condición inexorablemente afecta y limita la capacidad humana de poder comprender  las  muchas otras caras “invisibles y presentes”  del mundo que nos circunda.

Así, el lenguaje ha tomado vida propia y se ha convertido   en  un furtivo órgano  de percepción, y es él quien  plasma  sus dictados sobre nuestro entendimiento por medio de la acción continua que ejerce a  través  de las limitaciones propias de su naturaleza simbólica, de su condición innata que le impide  poder atrapar la realidad.

Se ha afirmado que la literatura  cumple una función social, pero quizás  podríamos estar más cerca de la verdad  si afirmamos  que es  la sociedad la que cumple con una función literaria.

 Tal es así, que  muchos han llegado a aseverar- y así también lo creo- que  detrás de toda discusión filosófica subyace un problema semántico. Problema semántico que dormita acurrucado en las profundidades de las sustancias   con que  nuestro gran narrador, el cerebro, se ha alimentado hasta quedar extraviado en su errada creencia de saberse depositario de una realidad-lenguaje que ciertamente se le escapa.

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