El pacto de la desconfianza

El pacto de la desconfianza

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Han pasado 34 años, y muchos lo olvidan pero el registro histórico podría ilustrar una fatal característica de la lucha política: nuestros dirigentes no saben cohabitar con inteligencia. Lo calificaron como Pacto La Unión (1985) y su estructuración se cristalizó para formalizar un entendimiento electoral entre Salvador Jorge Blanco y Jacobo Majluta para la competencia presidencial del año 1986. Ahora bien, en el orden práctico, el acuerdo entre los dos dirigentes del PRD tenía todos los elementos de descreimiento y falta de sinceridad que concluyó con una postura sediciosa para el retorno al poder de Joaquín Balaguer.
Un balance de desconfianza y afilar cuchillos respecto de rivales internos y adversarios constituyen la materia prima del bestiario partidario. Con Báez y Santana poco importaba su naturaleza conservadora, Heureaux olvidó el gesto consecuente de su mentor Luperón, Cáceres y Vásquez irrespetaron sus lazos de familiaridad, Trujillo envió un año después de su ascenso al “exilio” diplomático a su compañero de boleta, Estrella Ureña y el desenlace entre Balaguer y Lora reafirmó la imposibilidad de un relevo racional. En el espectro liberal, Bosch, Miolán y Jimenes Grullón personalizaron sus discrepancias, la insigne figura de Manolo Tavárez Justo no aminoró las incomprensiones internas del 14 de Junio, previo a su ascenso a Manaclas; Francis Caamaño no pudo compactar toda la franja revolucionaria postguerra de abril de 1965, la fragmentación de la izquierda condujo a debilitar sus potencialidades y José Francisco Peña Gómez dedicó una gran parte de su vida a defenderse de las bajezas de sus compañeros y la perversidad de sus adversarios.
Esencialmente, la naturaleza de los procesos políticos en el país experimentaron un cambio sustancial desde 1996 porque los aspectos diferenciadores fueron pautados desde una óptica clientelar seducida por acomodos y deseos de hacer de la nómina pública el botín transformador de patrimonios. Así, hemos padecido tragedias terribles de escuchar en labios de compañeros, con posterioridad a la derrota de su partido, el látigo vengador de “misión cumplida” y la narcotización para desvertebrar las posibilidades de un aspirante, trayéndole a un “cobrador” con amparo y protección oficial.
Los precedentes han hecho de la desconfianza la regla por excelencia de los aspirantes presidenciales. Ahora, el PLD parece atrapado entre la tradicional vocación fratricida y los riesgos de unificar criterios ante la tragedia de una derrota electoral que será sinónimo de carne de presidio. Por eso, la oposición estaría cometiendo un terrible error si quiere construir sus posibilidades de victoria creyéndose el cuento de la fragmentación real del partido de gobierno. Es innegable que existen puñaladas, distancias, heridas y excesos inexplicables, pero nada se colocará por encima de la preservación del presupuesto nacional y los beneficios que se derivan de un ejercicio de poder por casi 20 años, capaz de exhibir riquezas astronómicas en gente de un historial financiero muy humilde.

El partido gobernante no se parece al conjunto de hombres y mujeres que en diciembre de 1973 decidieron estructurar una organización de pureza indoblegable para conducir los destinos nacionales. Su llegada al poder los obligó a la ampliación de una base social y electoral que no podía realizarse desde una perspectiva ejemplar y distante de los vicios de la sociedad. Leonel Fernández y Danilo Medina saben que sus distancias al hacerse irreconciliables abren las compuertas de un triunfo opositor porque por esas ironías del destino, con la intención o sin ella, no han podido construir una tercera opción en condiciones de galvanizar resultados competitivos más allá de sus dos dirigentes fundamentales. Todos saben el hastío que generan casi dos décadas en el gobierno. Y en el país, el reclamo e insatisfacción contra el PLD, entre otras impugnaciones, se asocia a rostros que controlan instituciones públicas por largos años, y eso, motivaría a reacciones ciudadanas que apoyarían una opción que sientan en capacidad de desplazar al oficialismo, sin importar las credenciales del aspirante opositor.

Leonel Fernández y Danilo Medina se conocen perfectamente porque sus relaciones primarias datan de cuatro décadas. Saben de sus virtudes y defectos, atributos y miserias. Por eso, prevalecerá la lógica de la política. De ahí, el pacto de la desconfianza con miras al año 2020. ¡Ojalá la oposición lo entienda!

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