El país de los “nohalugareños”

El país de los “nohalugareños”

MANUEL E. GÓMEZ PIETERZ
Los títulos de mis artículos expresan el mensaje en torno al cual gira su contenido; por ello, cuando logro el título fluye el artículo.  En esta ocasión hube de barajarlo con el de “La corrupción  como motor de nuestra historia vernácula”, porque pienso que si utopía significa “ningún lugar”, la alquimia judicial del “no ha lugar” nos ha convertido evidentemente en un corrupto e idílico país de utopía.  Si como afirma la parcela política gobernante: ¡e’ p’alante que vamos!, salta a la vista que la corrupción opera como el más ágil y dúctil motor de nuestra historia reciente.

Aquí en lomos de la impunidad cabalga el espectro de todas las formas y matices de la corrupción tanto individual como organizada corporativamente; pública como privada.  Es la mafia diasporizada; sin sindicatos ni código de honor que la tradición hace inviolable.  Es el crimen desorganizado, generalizado, y fuera del control de una autoridad formal que excusa su inacción amparada en la razón de gobernabilidad.

En esta sociedad se ha ensayado todas las formas imaginables del dolo y la acción delictiva, desafueros y felonías, que validarían la exclamación: ¡gobernabilidad, cuántos crímenes se cometen en tu nombre!  Una  gobernabilidad definida e impuesta por los corruptos que desgobernaron y saquearon este país, y que le usurpan al pueblo soberano la capacidad única de decidir legítimamente sobre la misma.  La aceptación por quienes gobiernan, de tan espurio concepto de gobernabilidad, quiérase o no, signa un pacto tácito de impunidad recíproca.  Impunidad presente a cambio de impunidad futura.  Aunque tal no fuere la realidad, lamentablemente así lo percibe la mayoría de la gente que siente defraudadas sus expectativas, socavada su seguridad y burlada su confianza por un gobierno que en su cabeza, ha perdido irreversiblemente la iniciativa en la lucha contra la corrupción y del cual duda de su capacidad para tomar oportuna, resuelta, y enérgicamente las cruciales decisiones que demandan los múltiples y complejos problemas y conflictos que aquejan a la nación.  Es lo que estarían palmariamente revelando las recientes encuestas de opinión y aceptación de la gestión gubernamental, y su creciente impopularidad, a pocos meses de distancia del certamen electoral de medio término; ante el cual la presente administración, para asegurar su futura gobernabilidad, debe exhibir algo más que una costosa propaganda mediática que irrita a la mayoría que padece los rigores de una crisis que a contrapelo de los indicadores macroeconómicos, existencialmente se acentúa día a día.

La corrupción es el más nefando de los males sociales, una forma de diabetes moral colectiva, una síntesis de todos los males posibles. La impunidad de los corruptos, a todos nos hace culpables. Cuando un juez dicta un “no ha lugar”, de hecho dicta dos sentencias: una exculpando al corrupto, y otra condenando al ciudadano contribuyente al pago de lo robado.  De ahí nace la insaciable angurria recaudatoria de los gobiernos.  De aquí la fórmula: “a mayor impunidad; mayores impuestos”.  Que convierte al publicano recaudador en sicario de pobre a clase media.  Y al mismo tiempo, en febril promotor de impopularidad gubernamental.

El ciudadano común, por pobre que sea paga impuestos: en cuanto come, en cuanto viste, en cuanto habita y hasta en cuanto mendiga y muere.  Ese hombre del pueblo debe saber cuánto le cuesta la impunidad y cuánto debe pagar por ella.  Hagamos un simple ejercicio y tomemos para ello el jugoso renglón del endeudamiento externo del país.  Según la información más socorrida, la pasada administración más que duplicó esa deuda.  Asumamos que se incrementó en tres mil millones de dólares.  La pregunta clave es, ¿qué porcentaje de la misma fue al bolsillo de los corruptos?  Fije cada lector el suyo; el mío, es un 25 por ciento.  25% de 3000 millones hacen 750 millones de dólares que a 33 pesos por dólar, son 24,750 millones de pesos.  Ese, amigo contribuyente, sería el costo de la impunidad que usted y yo deberemos pagar en impuestos sólo para cubrir el agujero de la corrupción en el renglón deuda externa, mil millón más, mil millón menos.  Echenle  hilo al pájaro para totalizar los renglones de corrupción y tendrán una idea de la exuberante rentabilidad de la actividad política. 

Lo que sigue, va dedicado al segmento honesto de nuestras cámaras legislativas.  Señores legisladores: pónganle atención y coto a la alegre capacidad de nuestros perceptores de impuestos de aumentar gravámenes por vía administrativa apelando al recurso de las tasaciones y valoraciones a niveles exaccivos y quasi confiscatorios.  Específicamente me refiero al llamado “impuesto a la vivienda suntuaria” que de hecho es un impuesto al valor de la propiedad raíz que nada tiene que ver con el valor de la mejora que es la vivienda.  Así, mientras la vivienda que posee y habita se deprecia cada año, su propietario se ve compelido a pagar un impuesto a la plusvalía del solar que en buen derecho solo debería pagar en el momento de la transferencia del inmueble,  el impuesto a la vivienda debe ser independiente del impuesto a la plusvalía porque ésta no constituye un activo que el propietario posea en un banco percibiendo una renta.  Tal como opera en la actualidad el impuesto es de facto una exacción confiscatoria y abusiva.

El desamparado ciudadano no puede quebrar lanza contra gobiernos abusadores y fulleros pero, ¿están sus obsecuentes funcionarios inmunes de responsabilidad?  Sus anónimos representantes en el Congreso tienen la palabra.

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