A los que podemos descansar un poco en el verano, a veces se nos aclaran los grandes retos de la vida: estamos llamados a desterrar “la amargura, la ira, los enojos e insultos y toda la maldad. Estamos llamados a ser “buenos, comprensivos, perdonándonos unos a otros como Dios nos perdonó en Cristo” (Efesios 4,30-5,2).
Ante esos retos sabemos, al igual que Elías, que “el camino es superior” a nuestras fuerzas (1 Reyes 19, 4 – 8).
También Israel caminó por el desierto un camino superior a sus fuerzas. El Señor alimentó a Israel con el maná, un alimento que caía del cielo.
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Hoy en día, nosotros atravesamos otro desierto: a veces no encontramos en quien apoyarnos, ni sabemos qué alimento nos dará la fuerza para caminar el desierto de esta vida violenta y regida por dinamismos de egoísmo y muerte. En el evangelio de hoy, (Juan 6, 41-51) Jesús nos invita a creer y afincarnos en Él, y a comer su carne como alimento. Eso es participar en la Eucaristía.
Jesús explica, que quien cree en Él empieza a vivir la vida definitiva. Todo el que vive en amistad con Jesús, vive en comunión con todo lo que Jesús ha contemplado en el Padre, ¡y esa es la vida eterna! (Juan 17, 3).
El contemplar a quien amamos y nos ama, nos pone a vivir. Pues, quien cree en Jesús empieza a contemplar al Padre, y como dice el salmo, “contémplenlo y quedarán radiantes” (Salmo 33).
Jesús no ofrece un maná en alimento, lo que ofrece es su carne y sangre propias, es decir, su vida entre nosotros, su generosidad, su perdón, sus valores renovadores e iniciativas solidarias.
Creyendo en Jesús y participando en la Eucaristía parroquial, comunión real con Jesús, empezamos a vivir una vida nueva, la definitiva.