El Papa que pidió perdón

El Papa que pidió perdón

HÉCTOR MARTÍNEZ FERNÁNDEZ
Visto en perspectiva humana, como debe ser, Su Santidad Juan Pablo II ejerció su dilatado ministerio adornado por virtudes que lo individualizan dentro del conservadurismo al que pertenece por partida múltiple. Sobresalen su oposición a la invasión a Irak (y la previsible secuela de muertos); el pedido de perdón por los crímenes de la iglesia durante las Cruzadas, que bendijera Su Santidad Urbano II, y los estragos de la Santa Inquisición, cuyas bases estableció el Concilio de Verona en 1183.

Al pedir perdón, el Vicecristo Karol Wojtyla no sólo se sumó a la renovación del lamento por las «dolorosas memorias» proferido por Paulo VI y el Concilio Vaticano II, sino que «también» pidió que la iglesia «se ponga de rodillas ante Dios e implore el perdón por los pecados pasados y presentes…»; por la «multitud de hechos históricos» protagonizados por la Iglesia, que dañan su memoria.

Se comprende que Su Santidad no hablara de crímenes de la iglesia sino de pecados, deficiencias, errores, etc., con lo cual soslayó ex profeso el dramatismo de la barbarie. Como quiera, vale que haya pedido perdón… ¡más de medio milenio después de los horrores!. Fue un gesto humilde y valiente frente a la prepotencia en que se han regodeado muchos jerarcas del cristianismo, para los cuales la Santa Iglesia Católica, Apostólica y Romana «no tiene nada de qué arrepentirse» (tiene sin embargo mucho de qué avergonzarse).

Puesto que el perdón se confiere, no se arrebata, es lícito suponer que entre los miles y miles de muertos de la iglesia, sus cruzadas e inquisidores no pocos se negarían, si pudieran, a perdonar a tan despiadados verdugos sagrados.

Entre los pecados capitales de la iglesia católica se halla el haber convertido, en el Concilio de Letrán (1215), el fuego a Moloc encendido en el Valle de Hinón (2 Reyes 23:10; Jeremías 7:31…), y el fraude del infierno de «fuego eterno» (Marcos 9:43 y sigts.; Mateo 25:41…), y el haberlo hermanado al purgatorio para intimidar con ellos a creyentes ignaros, y enriquecerse hasta el ahíto vendiendo indulgencias. Sobre esta base, sólo en España la iglesia llegó a acumular alrededor del 50% de las propiedades de la nación. De ahí que una profundización de la petición de perdón deba pasar por algún gesto de devolución de lo malhabido, aún sea a título simbólico. Es tarea de los próximos papas. Durante las Cruzadas, el salvajismo cristiano acuerpó incluso en prácticas caníbales contra los «infieles» y entre sí. Y la Santa Inquisición, sólo en los 18 años que permaneció el dominico Tomás de Torquemada al frente de ella hizo en España «diez mil doscientas veinte víctimas que perecieron en las llamas, seis mil ochocientas que fueron quemadas en efigie…y noventa y siete mil trescientas veintiuna castigadas con la pena de la infamia, la confiscación de los bienes y la expulsión de los empleos públicos y honoríficos» (Grigulevich, 1976). Hay motivos para pedir perdón.

El odio acumulado por la Santa Iglesia Católica llegó a tales extremos que cuando el 16 de febrero del 1600 quemó vivo a Giordano Bruno por éste haber escrito un libro en el que sostenía que no había cielo; que la tierra se movía y que habían otros mundos, la hoguera, levantada en una plaza de Roma, contó con la asistencia de Su Santidad el Papa Clemente VIII y una nutrida comitiva de obispos, arzobispos y cardenales, antífona que reza que reza «Regocíjese ya la turba angélica de los cielos». Hay motivos para pedir perdón.

En las posesiones ultramarinas de España, Torquemada tuvo émulos tan distinguidos como el clérigo Diego de Landa, provincial de la orden franciscana, quien a mediados del siglo XVI torturó y aniquiló a miles de aborígenes en Guatemala y Yucatán. Para arrancarles «confesiones» a «esos herejes y apóstatas» del Nuevo Mundo, le hacía derramar cera ardiente sobre las espaldas, quemar los talones con hierros candentes y verter agua caliente en el vientre con un cuero perforado en la garganta.

Con sobrada razón dice Neruda en su Versainograma a Santo Domingo: «Enarbolando a Cristo con su cruz/ los garrotazos fueron argumentos tan poderosos/, que los indios vivos/ se convirtieron en cristianos muertos».

¿Y cómo no pedir perdón por los frecuentes e insilenciables escándalos relacionados con violaciones de menores?

Hay motivos…, aunque según Voltaire el perdón de los pecados que preconiza la santa iglesia cuanto hace es estimular el que se peque de nuevo. Dice textualmente el pensador francés: «El perdón de los pecados estimula a pecar. Es preferible decir: «Dios te ordena ser justo», que afirmar: «Dios te perdonará haber sido injusto».

Es justo, muy justo, que recordemos a Su Santidad Juan Pablo II como el papa que pidió perdón por los pecados de su iglesia.

Publicaciones Relacionadas

Más leídas