El paradigma del
gobierno corporativo

El paradigma del <BR>gobierno corporativo

Desde el mismo surgimiento del capitalismo ha existido siempre la preocupación de controlar eficazmente la conducta de las corporaciones.

Esta preocupación ha recaído en dos ámbitos principales: el de evitar que los administradores de la empresa manejen la misma con negligencia y fraude en perjuicio de los socios dueños del negocio (“shareholders”) y el de prevenir que la empresa, concernida solo con la búsqueda del beneficio a cualquier precio, afecte indebidamente los intereses y la vida de los ciudadanos y comunidades (“stakeholders”).

El buen gobierno corporativo, en sentido estricto, busca evitar los abusos de poder de los administradores de las corporaciones, en tanto que la responsabilidad social corporativa trata de conciliar el interés de la corporación con el de su entorno. Sin embargo, dado que una parte esencial del gobierno corporativo procura garantizar el respeto a las leyes por las empresas y la existencia de una adecuada relación de éstas con los ciudadanos y su entorno, lo que explica el surgimiento de los “directores independientes” en el seno de los consejos de administración, como “voz de los que no tienen voz” frente a los intereses de los accionistas, puede afirmarse que buen gobierno corporativo, en sentido amplio, incluye la responsabilidad social de las corporaciones.

Esta preocupación por el buen gobierno corporativo se intensifica en los países avanzados a raíz de la crisis corporativa de principios del 2000 (Enron, Worldcom, Tyco, Vivendi, Parmalat) y la crisis financiera de 2008, que demostraron en dos olas consecutivas que la quiebra de muchas corporaciones se debía a una falta de adecuado gobierno corporativo, ya sea a nivel del consejo de administración o en la esfera de los “gatekeepers” (analistas de valores, agencias de calificación, auditores), sumado a una ausencia de regulación y fiscalización de dichas empresas, tanto por el Estado como por los propios mecanismos corporativos de control interno.

Todo ello trajo consigo un frenesí normativo tanto a nivel legislativo, como evidencia la Sarbanes Oxley Act de los Estados Unidos, como en el plano del “soft law” o Derecho suave, con la proliferación de códigos de buen gobierno, conjuntos de mejores prácticas o “guidelines” provistos por gremios empresariales, organizaciones internacionales o grupos de expertos.

La República Dominicana no ha escapado a ello. Coincidiendo casi con la crisis bancaria de finales de 2003, la Ley Monetaria y Financiera sentó las bases para el sistema de gobierno interno de las entidades de intermediación financiera, lo que más tarde sería normado en detalle en el Reglamento de Gobierno Corporativo.

Más recientemente, la Ley de Sociedades Comerciales y Empresas Individuales de Responsabilidad Limitada convirtió en “hard law” lo que antes eran normas pasibles de ser adoptadas voluntariamente, criminalizó una serie de conductas de las empresas, sus socios y administradores y, lo que no es menos importante, consagró el deber de los directores, gerentes y representantes de las sociedades comerciales de “actuar con lealtad y con la diligencia de un buen hombre de negocios” (artículo 28). Todo ello supone un giro copernicano no solo en la tradicional gestión de los negocios corporativos sino también en la configuración y contenido de un Derecho societario hasta hace poco únicamente preocupado por los formularios de constitución de compañías, la gestión de sociedades de cartera y la celebración de rituales asambleas de accionistas de escritorio.

Se trata de un nuevo paradigma. El buen gobierno corporativo no es moda pasajera sino rasgo estructural de sociedades que reconocen el deber de las empresas de comportarse como buenos ciudadanos corporativos y la obligación de sus administradores de velar por los intereses no solo de los dueños del negocio sino también de todas las partes interesadas. El mismo atañe no solo a las empresas accionadas sino también a las mutualistas, a las financieras y a las no financieras, afectando no solo a las empresas que cotizan en los mercados de valores sino también a las cerradas, a las familiares e, incluso, a las de único dueño. Impone deberes de autorregulación a cargo de las empresas y sus administradores y lo que no es poco y de lo cual hablaremos detenidamente en una próxima columna: obliga a pasar de la cultura del “cumplo y miento” a la del cumplimiento.

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