El paraíso del error

El paraíso del error

MARIEN ARISTY CAPITÁN
Desde hace mucho tiempo el robo de vehículos es un dolor de cabeza para todos los residentes en la otrora ciudad de Santo Domingo. Ya no hay lugar, hora o circunstancia que garanticen la seguridad: el hurto puede llegar, de la mano de los delincuentes, en cualquier momento.

Bien lo sabemos los residentes de la Urbanización Real, Los Cacicazgos, Mirador Norte, Bella Vista… y sin fin de sectores que antes eran tranquilos y ahora se han convertido en casi un infierno.

Hay calles, como la Otilia Peláez, en la que es difícil que pase una semana sin que se roben un carro. Ahora, contrario a lo que sucedía antes, los ladrones son tan descarados que salen a buscar sus presas a pleno sol del día y, para evitar que haya resistencia, se las llevan a punta de pistola.

Antes esas cosas le sonaban a uno muy lejanas. Hasta que, por supuesto, uno se entera que se han robado un carro en el frente del mismo edificio en el que uno vive. Entonces sí que nos saltan las alarmas y uno se pregunta: ¿qué tan seguros estamos?

Amén de los apresamientos que hace la Policía Nacional cada cierto tiempo, la verdad es que son muy pocos los vehículos que se recuperan o, mejor dicho, que se entregan a sus propietarios. Bien es sabido, porque la práctica es «ancestral», que muchos carros se han perdido en el camino porque encontraron nuevos dueños en las mismísimas fuerzas del orden (esas, a las que les pagamos para que nos protejan y cuiden de nuestros bienes).

Cuando eso sucede, la indignación es doble. Porque, ¿no están acaso robándonos dos veces? Pero, ¿qué pasa cuando a esos mismos oficiales, una vez que se les juzga, se les deja libres porque no hay pruebas? Nos roban por tercera vez.

Así se sintieron todos aquellos ciudadanos que han sido víctimas de un robo cuando se enteraron de que para la Suprema Corte de Justicia no es un delito el que un oficial se apropie de un vehículo que había sido recuperado por la Policía Nacional.

Por esa razón, después del veredicto del viernes pasado, nadie se hará responsable por todos los carros que estaban en manos de policías y guardias (y fueron devueltos por ellos mismos, no lo olviden).

Tras el escándalo, el juicio y la falta de castigo, el mensaje de la justicia es muy claro: ¡a robar, dominicanos, que aquí no hay penas para el ladrón sino para el ciudadano más pendejo y sin relaciones!

Sin ganas de acusar a nadie porque tampoco puedo ni quiero decir que todos sean culpables, con este caso comprobamos una vez más que el pueblo no tiene dolientes: nunca, por más grave que sea el pecado, se castigan los casos de abuso de poder ni de corrupción.

Ya bien lo dijo Servio Tulio Castaños Guzmán, vicepresidente de la Fundación Institucionalidad y Justicia (FINJUS) hace unos días: «si hacemos un balance sobre si se aplican las leyes o no, yo creo que en la República Dominicana sigue siendo incierto. Aquí hay una gran percepción de que las leyes no se están aplicando y todos los sectores coinciden en que la política criminal del Estado, entiéndase la prevención, la persecución y el castigo de este flagelo, no está dando los frutos que se espera».

Pidiéndole excusas formales por el hurto textual de su frase, y esperando que no me acuse por ello porque a los pequeños sí que nos juzgan con severidad, me sirvo de las palabras de Servio Tulio porque en ellas se refleja la preocupación de la sociedad.

La inquietud que nos asalta cuando pasan estas cosas es simple: ¿quién podrá defendernos si en los tribunales la justicia está tan ciega que ha decidido darnos la espalda?

Este país se convierte cada día más en el paraíso del desatino y el mal. Son tantos los errores que se cometen y tan pocas las cosas que se hacen bien que resulta difícil ser optimista y creer en el futuro. A menos que venga una revolución moral, no sé cómo nos iremos a salvar.

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