El peligro populista

El peligro populista

EDUARDO JORGE PRATS
Resulta paradójico el entusiasmo que exhibe cierta izquierda por el renacimiento del populismo en América Latina. Digo paradójico porque la izquierda, en específico la marxista, no atribuye los problemas del capitalismo a un grupo de individuos concretos y a sus malignas intenciones, sino que considera a los mismos como formando parte de una realidad objetiva, sistémica y anónima.

En contraste, el disco duro del populismo está signado por la lógica del enemigo: el discurso populista remueve el antagonismo de las clases sociales y construye el enemigo como una entidad positiva ontológica –  los «imperialistas yanquis» y los «oligarcas» en nuestra América, los inmigrantes del Sur en el Primer Mundo –  cuya aniquilación restauraría el balance y la justicia.

En otras palabras, para el populista las causas de los problemas sociales no radican nunca en el sistema como tal sino en los intrusos que lo corrompen. Esto evidentemente contraría uno de los elementos básicos del marxismo: las patologías sociales (digamos las crisis económicas periódicas) son síntomas no de una enfermedad sino de la normalidad capitalista. Más aún, para el marxista la economía es  como lo era para los pensadores económicos clásicos  economía política y, por tanto, la política emancipatoria pasa necesariamente por la transformación del sistema económico.

El populismo, sin embargo, es un movimiento que rechaza asumir la complejidad de la situación, que prefiere luchar contra enemigos míticos que actúan como chivos expiatorios de la frustración social, y que se niega a adoptar el acto radical que exige el leninismo. No por azar Chávez, al tiempo de adoptar políticas populistas, deja el edificio capitalista intacto y cumple cuidadosamente los contratos petrolíferos con los Estados Unidos.

Todo lo anterior habría que agradecerlo en América Latina al populismo, pues ha evitado la emergencia del fracasado socialismo real cuyo mejor  y único  ejemplo es Cuba. Pero el remedio ha sido quizás peor que la enfermedad que evadimos. Y es que el populismo, como bien afirma Jesús Silva Herzog Márquez, «es demagogia, irresponsabilidad, rechazo a la negociación institucional, desprecio de las sumas y las restas, adoración de un caudillo (…) No rompe definitivamente con las instituciones de la democracia representativa, las usa con frecuencia pero mantiene una posición ambigua frente a sus ordenanzas. Se asocia hoy, sobre todo, con una expectativa de certeza y de poder firme. Nostalgia del hombre fuerte (…) Un discurso que idealiza al pueblo, una relación directa y vertical entre el dirigente y las masas, y una aversión a las instituciones del pluralismo democrático».

Es claro entonces que el populismo atrae a cierta izquierda porque es iliberal y porque extrae lo peor del sistema operativo de la democracia. Si la democracia liberal es respeto de la disidencia y del pluralismo social, el populismo es intolerante y presenta una falsa visión unitaria de un pueblo de intereses sociales fragmentados. Si la democracia es gobierno del pueblo, por y para el pueblo, el populismo produce «la confiscación política del pueblo por parte del caudillo que habla en su nombre». Si la democracia liberal se construye a partir de ciudadanos libres, la base del populismo es la clientela formada por quienes sacrifican sus derechos de participación a cambio de las migajas del poder. Si la democracia liberal es la administración institucional del conflicto, el populismo es la exacerbación del conflicto a través de la arbitrariedad institucionalizada.

Hay quienes como Ernesto Laclau, partiendo de que se trata de un dispositivo político neutral que admite diversos contenidos y compromisos políticos, justifican el populismo como proceso exitoso de identificación colectiva y de construcción imaginaria de un nosotros. La absolución filosófica de los pecados populistas, sin embargo, no oculta los peligros que se anidan en esta «bacteria resistente que lo contamina todo» (Alvaro Vargas Llosa). Estos peligros derivan de la erosión del Estado de Derecho por la primacía de una lógica schmittiana de enemigos que, al tiempo de fomentar la cultura autoritaria, despoja a la democracia de sus ciudadanos y nos deja como ciudadanos desarmados frente a la arbitrariedad estatal. Al final del populismo, solo queda el espectáculo del demagogo en la plaza pública y la farsa de quienes mienten al pueblo pensando que se trata de un pueblo de idiotas. «Antiliberalismo con traje folklórico».

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