El pensamiento cuesta arriba

El pensamiento cuesta arriba

FEDERICO HENRÍQUEZ GRATEREAUX
Querida Panonia: el Cristo de madera que mi madre colgó en mi pecho el día que me apresó la policía fue la causa de mi salvación. El culatazo del soldado, en vez de caer sobre mi, cayó sobre el Cristo. Sin el crucifijo bajo la camisa el golpe hubiera roto el esternón y las costillas; tal vez los huesos partidos me habrían reventado los pulmones.

En el mejor de los casos, hubiese muerto desangrado en el piso de la celda donde estuve tirado varias horas. Pero, además, Panonia, mi prisión salvó de la muerte a Ladislao, a tu querido y admirado Ladislao. La policía lo buscaba a él. Confundieron nuestros apellidos, como sabes de sobra. Tú conoces muy bien esta ciudad por la que deambulo todos los días sin ningún programa fijo. Escribo en este momento sobre la mesa de un café de la Plaza Wenceslao. Aquí tengo tiempo disponible para pensar en lo ocurrido en Budapest en los últimos años. Te he dicho anteriormente que pasé tu dirección en Hamburgo a Ignaz, para que la envíe a Ladislao y él pueda escribirte directamente. Ignaz me informó que Ladislao no está en La Habana sino en Santiago de Cuba. Siento celos ante tu inconmovible devoción por Ladislao; la adhesión y el afecto que siempre has mostrado por él eran cosas perfectamente visibles para nuestros compañeros de estudios. Y lo mismo notaba yo. Soy el primero en reconocer el talento de Ladislao ¡Explicaba lo de las ideologías mejor que el maestro de tu profesor alemán! Todos le aplaudían; merecía, sin duda, esa admiración.

Pero me molestaba mucho que tú buscaras papeles, fotos y datos, para que él escribiera sus estudios, artículos de prensa, memorias académicas. Al estar solo he vuelto a reflexionar sobre estos asuntos. ¿No has pensado en regresar a Praga? Yo sería feliz si tuviera oportunidad de andar contigo en estas calles repletas de estatuas de santos cristianos, de supersticiones judías, con huellas permanentes de los crímenes cometidos por los reyes, por la Iglesia, por los políticos radicales. He visitado varias veces la «Taberna de la gallina gorda», en compañía de Ignaz y también solitariamente. ¡Panonia, se me ha destapado el cerebro! Ya no soy tan «aniñado» como decías al darme «consejos prácticos para no morir encarcelado». He podido escuchar a muchos tipos estrafalarios, en cafetuchos instalados en carpas, en las cervecerías populares. Opina Ignaz que todos nosotros debemos salir a la calle y olvidar un poco la universidad. He conocido bohemios socialistas, sujetos que desdeñan el trabajo ordinario y declaran abiertamente sus dos únicos amores: el alcohol y la revolución social.

Hay un sujeto que frecuenta este café donde estoy ahora. Quiere que desaparezca el puente de Carlos IV, que se hunda la cúpula de la catedral de San Vito, que quiebren los bancos, mueran los clérigos y supriman el ejército.

Está harto de los símbolos de la patria, del orden, del comercio. Nada le inspira respeto. Casi todo le produce asco. En estos temas es simplemente un nihilista más. Sin embargo, junto con un ateísmo de viejo estilo, el hombre plantea vivas paradojas a todo aquel que quiera escucharle mientras bebe una sopa de ajos. «La imaginación de los seres humanos ha creado los dioses; el invisible Dios de los judíos del barrio Josefov es también un invento; ellos lo inventaron y luego sintieron miedo de su propia invención. Viven atemorizados, llenos de temor a un Dios vaporoso». Para él, como para muchos escritores checos que son abstemios, no hay trascendencia, ni mandamientos religiosos, ni tiene sentido seguir normas morales.

Existe otro sujeto extraño que visita el café los fines de semana. Parece ser un burócrata jubilado, pues usa ropas pasadas de moda, de buena calidad, que podrían haber sido costosas alguna vez. Dice que en el mundo de hoy la gente prefiere «el pensamiento cuesta abajo», la ideación cómoda, complaciente, de la que no surjan problemas para el que piensa, ni para las personas que le rodean. Pero el verdadero pensamiento creador es, en todo momento, «cuesta arriba». Un día le pregunté de sopetón: ¿Podría darme un ejemplo concreto de pensamiento cuesta arriba? – Muy bien, joven, contestó. «Usted, seguramente, acude a la universidad y lee los periódicos; es probable que usted crea todo lo que hay que creer en esta época para no tener problemas con el poder público, con los críticos literarios, con catedráticos e historiadores. Ahora bien, atrévase usted a insinuar que el capitalismo podría brotar de nuevo desde el fondo del socialismo. ¿Por qué? Porque no se ha logrado extirpar del alma de los hombres el amor a la propiedad. Los comunistas usufructuaban primero la propiedad pública; lo cual no está mal, pues la propiedad pública debe servir a todos. Finalmente, el poder de los dirigentes obreros llegó a descansar en la total enajenación de las propiedades públicas por el Partido Comunista. La abolida monarquía acechaba a los rusos en el sóviet supremo. ¡Quién lo iba a creer! El absolutismo monárquico tradicional es dulce comparado con un totalitarismo tecnificado e ideologizado. El despotismo proletario es, de hecho, una retorcida manera de regresar a la monarquía. La formación de clases sociales, según parece, opera en círculos, como una noria histórica. Para ustedes, pensar esto, tan simple, resulta cuesta arriba».

¿Cómo es posible que convivan en Praga, en el mismo café, dos personas de tan distinta catadura? Queridísima Panonia, algunos escritores checos renunciaron a la metafísica y a la posibilidad de que exista «el ser trascendente». Ellos niegan la trascendencia en la ciudad donde se percibe con más claridad que tiene que haberla. ¿Podrías venir, aunque sea de visita? Recibe un abrazo cariñoso de tu amigo Miklós. Praga, República Checa, 1993.

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