Yo soy la luz del mundo. El que me siga tendrá la luz que le da vida, y nunca andará en oscuridad. Juan 8: 12.
Las evidencias de que Cristo es el hijo de Dios son irrefutables. Él vino desde la eternidad y nació estando en pleno acuerdo con los planes de Dios y con las profecías. Su llegada marcó la historia de la humanidad: antes de Cristo y después de Cristo. Su nacimiento revolucionó todo el mundo espiritual, porque nació el Libertador que nos quitaría los yugos y borraría nuestras transgresiones.
El manifestó todo el tiempo Su propósito de salvar y proclamar el año agradable del Señor. Ese año agradable es cuando experimentamos la nueva vida en Cristo Jesús, cuando reconocemos Su poder y Su autoridad, sabiendo que Él tiene dominio en todos los cielos, en la tierra y debajo de la tierra.
Su propósito fue tan marcado que todos huimos de la muerte, pero Él vino a morir por nosotros, y Su muerte nos dio la vida eterna. No puede razonarse ni interpretarse nada de lo que Él hizo, porque las cosas divinas se conocen por medio del Espíritu Santo que nos revela toda la verdad.
Su divinidad es tan evidente que grandes hombres han surgido y han pasado, mas Él permanece para siempre. Herodes no pudo matarle, Satanás no logró seducirle, la muerte no pudo destruirle ni el sepulcro retenerle, y su nombre está por encima de todo nombre: JESUCRISTO DE NAZARET.