Más de dos mil años han transcurrido, desde que una joven madre diera a luz un niño que venía predestinado a convertirse en un faro y guía para que los terrícolas de aquel tiempo, y los subsiguientes, transformaran su conducta hacia la meta eterna de amarse los unos a los otros.
Los vaivenes de la humanidad, en esos pasados dos mil años, recibiendo los embates de la Naturaleza cuando se le ataca, como ocurre ahora con el cambio c1imático, o la acción depredadora de los humanos, han empañado los grandes aportes que la inteligencia ha legado a la raza humana, llevándola, desde aquellos angustiantes tiempos de morir jóvenes, sin ningún tipo de servicio, hasta el día de hoy disfrutando de estaciones espaciales y medicinas para enfermedades que antes se creían incurables o darnos el lujo de comunicarnos al instante con cualquier rincón de la Tierra.
Pero lo más importante de la prédica de aquel niño, cuyo nacimiento conmemoramos en esta fecha, de promover el amor entre los semejantes, es casi un esfuerzo fallido cuando la modernidad de cada siglo ha ahogado tantos intentos de preservar la familia, de eliminar los odios y ayudarnos unos a otros en base a tener más consciencia de cómo aprovechar equitativamente los recursos que la Tierra y el intelecto nos proporcionan.
Aquellas prédicas del enviado de Dios, en las polvorientas aldeas de Palestina, hubiesen quedado esparcidas al aire si luego de la Resurrección no se le diera forma a todo un propósito de vida reservado a la humanidad para destronar las envidias y rencores, dándole un sentido de solidaridad a la humanidad con el propósito del bien común.
San Pablo, acompañado en sus travesías por las ciudades Mediterráneas de un cuerpo de redactores, digno de cualquier diario moderno, se encargó de darle forma al propósito del Hijo de Dios para proporcionar a los hombres y mujeres una orientación para guiar sus vidas, hermanados unos a otros, dándole su razón de ser al libre albedrío que el Padre nos proporcionó para aprovechar la inteligencia. Quizás se hubiese evitado la amenaza actual de un cataclismo global.
Hoy pareciera que ese pesebre, que acogió a un niño solitario tan solo con sus padres, está vacío, fruto del egoísmo humano que por tantos siglos ha empujado a cada quien buscar sus beneficios sin pensar en el prójimo. Se atiende a los intereses que en un momento dado proporcionen el bienestar material que se busca a como dé lugar, en detrimento de los valores familiares que una vez tuvieron sentido, pero ahora ya no son el freno que permitía una convivencia solidaria aun cuando se fuera más pobres.
Hemos olvidado al Niño Jesús. Ya no se celebran las Navidades, ahora son las Felices Fiestas como parte de un tinglado de grandes proporciones del interés empresarial de un comercio que espera, en cada diciembre, resarcirse de sus bajas ventas en el resto del año, y a la vez marginar lo que todavía intentan las religiones cristianas de hacernos ver que por encima de nuestros egoísmos hay una tarea de la cual Dios no nos ha eximido, que es la amarnos los unos a los otros.