El poder del elogio

El poder del elogio

Revisaba el pasado miércoles los títulos de las obras que exhibía en sus estantes una acreditada librería, cuando vi acercarse a una hermosa mujer con aspecto de haberse iniciado recientemente en la tercera década de su existencia.

Al notar mis añejadas pupilas que la joven me prodigaba una amplia sonrisa, me hice la ilusión de que esto se debía a mi condición de buenmozo secreto.

-¿Cómo le va al mejor escritor costumbrista dominicano?-preguntó, mientras colocaba sus manos sobre mis hombros, manteniendo en el rostro la expresión risueña.

-Pues creo estar en territorio celestial, debido a mi proximidad con un ángel- respondí, para corresponder a la carga de egocilina contenida en sus palabras.

-¡Usted pone de manifiesto su talento y su originalidad hasta en las palabras inmerecidas que le prodiga a una dama para halagar su vanidad!- dijo, con aire de seductora coquetería.

-Mis elogios son más que merecidos por usted, y se ajustan a la obligada objetividad de todo periodista que se respete- manifesté, ya decidido a utilizar al máximo mi facultad de muela.

– Quizás ponga en duda lo que voy a decirle, pero son pocas las obras suyas que no he leído, y precisamente vine hoy a esta feria con la intención de  ver si conseguía una que se titula, creo, Los peligros del trago.

-Traicionero Aguardiente- le aclaré, sin poder contener la risa, que contagió a mi atractiva interlocutora.

-Seguramente la escribió porque tuvo problemas con las bebidas alcohólicas.

Lo dijo mirándome como si esperara con interés mi respuesta, la que le llegó de inmediato:

-Los tuve, porque sabía muy bien comenzar una tanda de tragos, pero tenía dificultad para detenerla. Los frenos del codo y la garganta me fallaban en esos momentos. Por eso llevo cuarenta años sin darme un jumo, y el alcohol ni siquiera me lo unto.

Rió con ganas, y luego, en un gesto que me sorprendió gratamente, deslizó su mano derecha sobre el déficit piloso de mi cráneo.

Superado el acceso de carcajadas, preguntó  por mi obra citada a la dependienta de la librería, y esta la buscó, entregándosela con rostro avinagrado.

-Dedíquemela- expresó, y lo hice gustoso.

Con el libro en la mano, me aplicó un beso suave en las mejillas, y se marchó apresuradamente.

Detuve con enérgico ademán la intención de la empleada de llamarla, y pagué aquel libro de mi autoría.

Aunque me califiquen de pariguayo, confieso que lo hice con sumo placer.

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