
Cuando las estructuras están diseñadas para favorecer a ciertos grupos, como las élites económicas, razas o géneros, el poder estructurante perpetúa exclusiones, opresiones y formas naturalizadas de dominación.
El poder estructurante se refiere a la capacidad de una institución, discurso, actor social o sistema para dar forma, organizar y condicionar las prácticas, relaciones, pensamientos y estructuras dentro de una sociedad. Este tipo de poder no necesariamente actúa de manera visible o coercitiva, sino que moldea las reglas del juego, los marcos de sentido y las posibilidades de acción. En otras palabras, el poder estructurante no solo impone, sino que estructura la realidad social, determinando lo que es posible pensar, decir o hacer dentro de un marco específico. Este poder actúa en dimensiones sociales, políticas y culturales, más allá de su dimensión técnica.
En este contexto, este tipo de poder refleja una de las verdades más antiguas del pensamiento filosófico: toda fuerza que construye puede también destruir, y todo principio organizador lleva en su lógica el germen de la exclusión. Siguiendo la ley de los opuestos, presente en el pensamiento dialéctico de Hegel (2017, orig.1830) y en las cosmovisiones orientales, no hay forma de poder sin su sombra, ni estructura que no delimite también lo que excluye. El poder que permite cohesión social, transmisión cultural y gobernabilidad, es el mismo que puede normalizar la desigualdad, silenciar lo diverso y perpetuar la dominación. Así, la estructura no es neutra; es un campo de fuerzas en disputa, donde lo positivo y lo negativo coexisten en tensión, camuflados bajo la apariencia de orden natural.
El poder estructurante tiene una doble cara: puede organizar y posibilitar, pero también condicionar y someter. Este poder genera orden y estabilidad social al establecer estructuras, instituciones, normas y sistemas educativos o legales, permitiendo la coordinación de la vida en sociedad y evitando el caos. Ofrece marcos de acción predecibles y comprensibles, facilitando la construcción de identidades colectivas a través de narrativas comunes (nación, ciudadanía, progreso, modernidad). De esta manera, favorece la solidaridad o cooperación social, permite el desarrollo de políticas públicas y tecnologías complejas, y organiza los marcos de conocimiento y producción cultural mediante paradigmas científicos, currículos escolares o instituciones culturales. Esto, a su vez, da forma al conocimiento, lo transmite y lo preserva, posibilitando avances intelectuales y técnicos.
Sin embargo, cuando las estructuras están diseñadas para favorecer a ciertos grupos, como las élites económicas, razas o géneros, el poder estructurante perpetúa exclusiones, opresiones y formas naturalizadas de dominación. Este poder coarta la libertad y el pensamiento crítico, ya que al definir qué es “normal”, “válido” o “posible”, actúa como un filtro que margina discursos alternativos, formas de vida diferentes o saberes no hegemónicos. Esto provoca una uniformidad cultural y epistemológica que se convierte en una forma de violencia simbólica, al imponer valores, formas de lenguaje y estilos de vida como si fueran naturales, aunque en realidad respondan a intereses de poder. Esta imposición se interioriza, haciendo que los sujetos la perciban como una elección propia. Además, resiste el cambio social transformador, ya que las estructuras sólidas, cuando están al servicio de los poderes establecidos, tienden a inmovilizar o cooptar las fuerzas de cambio, sofocando alternativas disruptivas como movimientos sociales, visiones de coloniales o saberes ancestrales.
El poder estructurante opera en distintas esferas sociales, y entre las más influyentes se encuentran el lenguaje, la economía de mercado y las instituciones educativas, ya que cada una contribuye de manera profunda a la definición de la realidad social. El lenguaje, según teóricos como Michel Foucault (1971) y Teun van Dijk (1999), no solo sirve para comunicar, sino que estructura el pensamiento y delimita lo que puede decirse y pensarse. Conceptos como “desarrollo”, “crisis” o “terrorismo” no son neutrales, sino que están cargados de ideología, condicionando las interpretaciones sociales y políticas. La economía de mercado, por su parte, impone una lógica estructurante que prioriza el capital, el crecimiento y la competencia. Esta visión jerarquiza ciertos valores, como la rentabilidad, y desplaza otros igualmente importantes, como el cuidado, la sostenibilidad ambiental o las prácticas comunitarias sin fines de lucro.
Asimismo, las instituciones educativas configuran subjetividades y roles sociales al definir qué saberes son legítimos, cómo se transmiten y quién tiene acceso a ellos. La educación, más allá de la instrucción, reproduce estructuras de poder al validar ciertos conocimientos sobre otros y asignar valor social según la posición educativa alcanzada. Estas tres dimensiones (lenguaje, economía de mercado e instituciones educativas) no solo organizan la vida social, sino que también naturalizan determinadas jerarquías, identidades y formas de entender el mundo.
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Aunque el poder estructural es fundamental para organizar la vida social y económica, también implica riesgos que pueden perpetuar desigualdades, restringir libertades y concentrar el control en manos de unos pocos. Uno de los principales peligros es la reproducción de desigualdades. Las estructuras de poder, ya sean económicas, políticas o institucionales, tienden a beneficiar a los grupos dominantes, excluyendo sistemáticamente a las minorías y acallando las voces disidentes. Esta dinámica refuerza las brechas sociales y consolida privilegios. Para mitigar este riesgo, es esencial fomentar la equidad en la toma de decisiones, aplicar políticas inclusivas, diversificar las perspectivas en los espacios de poder y asegurar la participación activa de los sectores históricamente marginados. Asimismo, fortalecer las instituciones democráticas y garantizar la rendición de cuentas son pasos cruciales para avanzar hacia una mayor justicia estructural.
Otro riesgo relevante es la concentración del poder. Las élites económicas, políticas o tecnológicas pueden acaparar el control, reduciendo la pluralidad de intereses representados y debilitando el equilibrio del sistema. Frente a ello, se vuelve imprescindible descentralizar las estructuras de toma de decisiones, aplicar marcos legales que limiten el poder monopólico y promover una distribución más equitativa de los recursos. Incluir a diversos actores sociales en los procesos de gobernanza es una estrategia clave para democratizar el poder. Un tercer desafío es la resistencia al cambio. Las estructuras consolidadas, a menudo, se tornan rígidas, lo que obstaculiza la innovación y genera una desconexión con las transformaciones sociales y culturales. Esta inercia institucional puede impedir adaptaciones necesarias en contextos dinámicos. Por ello, es necesario impulsar una cultura institucional abierta al cambio, promover la flexibilidad estructural y estimular procesos de innovación constante. La educación crítica y el pensamiento disruptivo desempeñan un papel fundamental al cuestionar las estructuras existentes y abrir paso a formas más justas y adaptativas de organización social. En suma, si bien el poder estructural cumple funciones organizadoras indispensables, su gestión debe basarse en principios de inclusión, justicia, diversidad y apertura al cambio.