El poder mesiánico y fundamentalista

El poder mesiánico y fundamentalista

HAMLET HERMANN
Desde el púlpito con cristales blindados, el enviado de Dios dijo que estaba dispuesto a dar todo lo que tenía a su disposición para llevar la libertad a los oprimidos del mundo. El rol de Estados Unidos sería ayudar a otros a encontrar voz propia y hacer su propio camino, añadió el Emisario divino (siempre que beneficie, como es de suponer, a los capitales norteamericanos, dicen muchos otros). Nunca un Presidente norteamericano había puesto tanto énfasis en los asuntos de política exterior desde que John F. Kennedy pronunciara su memorable discurso de toma de posesión en 1961. Por cierto la palabra «libertad» apareció no menos de 42 veces en una alocución que apenas duró veinte minutos.

Lo que no se oyó en momento alguno fue a qué libertad se refería el Mesías, si a la que aspiran las minorías étnicas en territorio norteamericano o a la supresión de ésta que sufre el Irak ocupado por tropas de Estados Unidos. Las definiciones brillaron por su ausencia y muchos quedaron con la idea de que la libertad que se aspiraba era la de la impunidad de las grandes empresas como Enron, Worldcom y Halliburton.

Sin embargo, todo el brillante y seguro lenguaje del Mesías no podía ocultar el hecho de que Estados Unidos está dividido política y culturalmente, así como aislado del mundo exterior, como pocas veces en su historia moderna. Sólo al final de su discurso pidió unidad interior y lo hizo de la forma más superficial que pudiera imaginarse. Según la más reciente encuesta de CBS News/ The New York Times difundida la pasada semana, Bush tiene un nivel de aprobación de sólo 49 por ciento. Este es un nivel más bajo que el 51 por ciento de Richard Nixon al comienzo de su segundo período en 1973 cuando el escándalo Watergate ya empezaba a florecer. Asimismo es mucho más bajo que el 60 por ciento de Bill Clinton, que el 62 por ciento de Ronald Reagan y que el 73 por ciento de Dwight Eisenhower al inicio de sus respectivos segundos mandatos. El politólogo John Mueller declaró al periódico Los Angeles Times que «el apoyo para esta guerra contra Irak es inferior ahora al que tuvo la agresión en Vietnam durante la ofensiva del Tet en 1968».

La encuesta también registra el dato paradójico de que Bush fue reelecto a pesar de que la mayoría, un 56 por ciento, opina que el país avanza en dirección equivocada. No sólo eso, sino que un porcentaje mayoritario opina que su presidencia dividirá aún más al país. Del otro lado del mundo, seis de cada 10 ciudadanos encuestados en 22 países consideran que la reelección de George W. Bush es algo «negativo para la paz y la seguridad mundial», según se desprende de un sondeo realizado por Globoescan/Sigma Dos para 19 medios de comunicación europeos. En conjunto, en estos 22 países se valora «peor» a la sociedad estadounidense tras la victoria republicana de noviembre y el porcentaje de personas que desaprueba la presencia militar en Irak alcanza el 66 por ciento.»

Los tambores de la guerra siguen sonando desde Washington. Nada se ha dicho que permitiera suponer que la Casa Blanca va a cambiar su política agresiva. Tampoco se ha referido el Mesías a la crisis económica de Estados Unidos y al déficit fiscal que los ahoga. La suntuosidad y el despilfarro de la ceremonia de toma de posesión son una muestra de que están borrachos de poder y que la arrogancia los ciega. No se puede negar el derecho del presidente Bush a celebrar su reelección ni a la forma como administra la economía de su país. Pero hay casos en que no se pueden hacer esas dos cosas al mismo tiempo: una costosa guerra en Irak y el despilfarro en una economía en crisis. Eso es algo tan indebido como beber alcohol y manejar al mismo tiempo. No hacen una buena mezcla y el presidente George W. Bush sabe bien lo que eso significa por haberlo practicado habitualmente. Este manejo de dos graves crisis a la vez solo puede terminar en un aparatoso accidente político en el que habría pocos sobrevivientes. Tanto rechazo y tanto desatino pone a cualquiera a pensar en el intento de «impeachment» a Richard M. Nixon y a especular sobre la posibilidad de que alguien que no fuera George W. Bush tuviera que finalizar este accidentado mandato presidencial.

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