El poder presidencial

El poder presidencial

R.A. FONT BERNARD
Como lo atestiguan todos los historiadores nacionales, siguiendo la versión de don José Gabriel García, el general Pedro Santana se trasladó a la villa de San Cristóbal, acompañado por un escuadrón de caballería, para imponerle a los constituyentes del mes de noviembre del 1844 el artículo 210, mediante el cual asumió la totalidad de los poderes del Estado, mientras se mantuviese latente el peligro de las invasiones haitianos. Ese artículo es, en cierto modo, la génesis del actual artículo 55 del vigente texto constitucional, que le acredita al Presidente de la República atribuciones no contempladas para los demás poderes del Estado.

El Presidente de la República es el jefe del Estado, el Primer Magistrado de la Nación y el comandante en jefe de las Fuerzas Armadas y la Policía Nacional, y dispone de prerrogativas que le autorizan a actuar transitoriamente como una especie de monarca constitucional. No necesita él la aprobación del Congreso Nacional para adoptar las medidas que considere pertinentes, mediante los decretos que considere necesarios para el interés público.

En los Estados Unidos de América, considerado como el país ejemplar en el ejercicio de la democracia, cuando un ciudadano es elegido Presidente de la Nación, desde el instante en que presta juramento se encuentra, como está demostrado, con un problema personal: cómo hacer que los poderes de que queda investido le sirvan a él. O sea, cómo obtiene, cómo conserva y cómo usa sus poderes frente a los demás poderes del Estado. Se recuerda, en tal sentido, que el año 1933, cuando el Tribunal Supremo de Justicia intentó bloquear las medidas sociales de urgencia adoptadas por el Presidente Roosevelt, éste maniobró con el Congreso para la designación de tres jóvenes jueces que alteraron la correlación de los votos emitidos por los ancianos jueces de ese tribunal.

En los regímenes democráticos de gobierno los límites del poder del Presidente están circunscritos a la autoridad de que éste suela investirse. Es estar en ejercicio del poder, no sólo de nombre, sino también de hecho.

De conformidad con los poderes de que está investido por el artículo 55 de la Constitución de la República, el jefe del Estado es el protagonista central del sistema. Y de la manera como desempeñe su rol dependerán los roles de los demás. La influencia personal es la esencia misma de la tarea presidencial. Como el más elevado funcionario de la Nación, se convierte, en hecho, en el punto focal en la dirección de los negocios públicos, y es por ell por lo que, como es habitual en nuestro país, en el terreno de la cotidianidad el común de la ciudadanía no apela al Congreso Nacional, ni a la Suprema Corte de Justicia, sino al Presidente de la República, que es, si se lo propone, el que narigonea al Gobierno.

De hecho, no se juzgan las actuaciones del gobierno sin que la atención de los ciudadanos esté centrada en «él», el Presidente de la República, quien para la generalidad «es el Gobierno». Es el único funcionario constitucionalmente autorizado para exhibir en los actos oficiales la banda tricolor, que es el símbolo de la soberanía nacional.

Desde luego que supondría una irreverencia suponer que en los tiempos del presente es posible utilizar el poder presidencial en las mismas condiciones y actitudes que fueron usuales en la llamada «Era de Trujillo». En la presente etapa institucional, pautada por el ejercicio democrático, hay varias maneras de ejercer la función ejecutiva del gobierno, porque en la actualidad los problemas del poder varían con el ámbito y la escalas del gobierno, el estado de la política y hasta el ritmo de las relaciones internacionales.

En la actualidad, el Presidente de la República tiene que adoptar estrategias diferentes, tanto para conseguir que el Congreso Nacional le apruebe un proyecto de ley, como para impedir que se produzca una crisis nacional, e inclusive, para armonizar los puntos de vista contradictorios de los funcionarios que le rodean. El Presidente de la República ha de ser «muchos hombres», o «el hombre», que está comprometido a desempeñar muchos papeles. La «máscara» a la que hemos aludido, en más de unas y muy frecuentes alusiones, de carácter personal.

Conforme a nuestras realidades, todo el mundo espera que el ciudadano que despacha en el Palacio Nacional intervenga personalmente en todo, inclusive en los asuntos más inverosímiles, porque, de acuerdo con una tradición arraigada en el seno de la población, el poder del Presidente ha de ser útil para todas las ocasiones y en todas las circunstancias.

Cada tiempo trae un mensaje y está condicionado por los imponderables. Los Estados Unidos del presente no son los de la época del «Nuevo Tratado» del Presidente Roosevelt, ni nuestro presente semeja el de los doce años del Presidente Balaguer. El Presidente de la República, a despecho de sus poderes, no siempre obtiene los resultados de las órdenes que imparte. Manda, pero ocasionalmente, su mando queda atrapado dentro de la burbuja que supone la soledad del poder. En su reciente visita a la ciudad de San Juan de la Maguana, el Presidente Fernández, cuya decencia es ocasionalmente mal interpretada, se refirió objetivamente a quienes «se les han subido los humos a la cabeza, creyéndose un poder». Un misil metamensaje, para que nadie dude dónde está el poder y quién lo ejerce en el país.

Interpretando a palabra llana el mensaje del Presidente Fernández, a nosotros se nos ocurre recordar el inventado «mal humor» del Presidente Balaguer, utilizado por él para imponer sus decisiones ante la eventualidad de que éstas pudiesen ser desvirtuadas en su ejecución. El doctor Balaguer conoció, pero no permitió que se le conociese. Siempre fue su gran aliado, porque sabía que en torno al poder revolotean las pequeñas brujas que perdieron a Macbeth. Sabía, además, que en el subsuelo del poder circulan aguas subterráneas, que no siempre son veneros cristalinos.

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