El poeta y el pueblo, enemigos reconciliables

<p>El poeta y el pueblo, enemigos reconciliables</p>

MANUEL MORA SERRANO
¿Desde cuándo el poeta perdió su sitial en la preferencia popular? Este sería un magnífico motivo para una encuesta abierta. Sin embargo, si bien el poeta ha caído de su pedestal de admiración pública, el hecho de que haya algunos de primera categoría como Pablo Neruda, Antonio Machado y Federico García Lorca, que aún la conservan, lo cierto es que la poesía y el gusto de la gente andan bien lejos una del otro.

Entre nosotros el último poeta que llegó a las masas después de Fabio Fiallo, fue Héctor J. Díaz; internacionalmente, José Ángel Buesa. Esa es la verdad.

Sin embargo tenemos comprobado que al pueblo le gusta la poesía ¿entonces por qué ha ocurrido el divorcio?

Se me dirá que políticos carismáticos como Joaquín Balaguer y José Francisco Peña Gómez escribieron poemas rimados, sin palabras raras y Peña, que tuvo tantas y apasionadas simpatías populares, grabó algunos de sus versos y sin embargo, “no pegaron”.

De los otros poetas cultos y que no riman con regularidad, sólo uno, Pedro Mir con su ‘Hay un país en el mundo’, logró cierto ranking de popularidad entre los jóvenes revolucionarios y en ciertos estratos medios de cultura.

¿Qué es lo que realmente ha sucedido? Cuando Fabio Fiallo y los modernistas tuvieron la batuta, sus poemas eran recitados tanto en las salas de los ricos como en las de los pobres. Desde que advino el postumismo, es decir, la vanguardia iconoclasta, cuya divisa final fue la de Juan Ramón Jiménez, “con la minoría siempre”, al extremo de que la Colina Sacra de Santiago se llamó Minorista y la revista de Mario Concepción que sustituyó a la de Los Nuevos y que alargó su existencia como grupo en los años cuarenta,  llevó por nombre Minoría, indica que la poesía había pasado de las manos del pueblo a las de una especie de secta secreta.

No por novedad solamente, sino por algo más que eso, el pueblo llano, aunque siguió admirando y reverenciado a los poetas, fue viéndolos cada vez más lejos hasta que se le han perdido en una niebla tan espesa que sólo alcanzan a regocijarse cuando les caen gotas de poesía en canciones, en novelas o en narraciones cortas.

Vamos a ir un poco más lejos. Tenemos un ejemplo perfecto. Cuando llegamos en el año cincuenta y nueve a la ciudad de Mao como funcionario judicial, nos obligaban a decir discursos trujillistas en determinadas ocasiones, como dar las gracias por la magnanimidad del Jefe al darnos la regalía pascual, en sus aniversarios o por los mil y un motivos que los paniaguados tenían para mantener su nombre en el candelero popular, pues bien, la mayoría de los oradores pronunciaban sus “oraciones” como si rezaran el rosario, repitiendo los consabidos clisés.

Enemigos mortales de clisés y de la frases hechas, descubrimos que en aquel lugar había un poeta extraordinario, vivo y lúcido, Juan de Jesús Reyes. Su hijo Clemente Damico nos regaló uno de sus libros y en ellos encontramos versos tan hermosos como “Cuando solitarios sobre los oteros/ parecen lo pinos florecer luceros” o “Las garzas son pensamientos blancos de los arrozales” y otras bellezas como esas y naturalmente, tanto por el deseo de que sus gentes saborearan ese manjar lírico que se perdía en polvorientas bibliotecas pueblerinas como para salir del compromiso trujillista por una puerta menos transitada, cité los versos del gran poeta maeño y el público pareció masticarlos, recibirlos con esa unción conque advienen fervores celestiales.

Aquellas imágenes llegaban directo al espíritu de las gentes hartas de alabanzas hueras al tirano y refrescaron la pesadez de aquellas multitudinarias y obligadas celebraciones.

Sin embargo, un hijo del poeta, portalira él, Parmenio Reyes Báez, antes de morir a sus 104 años tranquilamente en esta ciudad, me acusó de “haber cambiado la oratoria en Mao al mezclarla con la poesía y quitarle su pureza retórica”. Le di las gracias al amigo, porque realmente eso era lo que buscaba y lo que quiero que las gentes encuentren, lo que hallan y gozan en los cuentos de Juan Bosch o en algunas canciones de Juan Luis Guerra, Juan Lockward, Bienvenido Brens o Luis Kalaf.

Al pueblo sí le gusta la poesía, lo que no le gusta es la pose del poeta moderno y su tono de decirle los versos, por eso cuando oye a buen declamador que le dice cosas que le interesan, sean sobre el amor o sobre sus sentimientos más profundos, escucha con reverencia y se queda con algo adentro, algo hermoso y pleno que lo iluminará siempre.

Para que concluya el divorcio actual entre gente común y verso, si el poeta que cada vez usa menos la palabra pueblo, quiere que el agua de la poesía vuelva a ser potable para éste, debe cargarla de miel, pero veo lejana la reconciliación porque es difícil que los aedas bajen de sus pedestales de minoristas a recoger en sus ropas níveas ‘el mal olor del sudor del hombre que trabaja’, que de acuerdo con un pensamiento del padre de quien redacta, “es el perfume del honor”.

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