El precio de la irresponsabilidad

<p>El precio de la irresponsabilidad</p>

MARIEN ARISTY CAPITAN
Ahora que ha aprendido a caminar, la cocina es su obsesión. Le encanta, por aquello de que es un espacio con mil cosas por descubrir, pero como sabe que es un lugar prohibido para ella, me toma de la mano para que la lleve hasta ahí: entiende que, en compañía, los peligros se disipan.

Las primeras dos veces confieso que Pilar Marie, mi pequeña sobrina de un año, logró que su derretida tía primeriza la dejara estar un rato en la cocina. El susto vino cuando, fascinada por la novedad, llegó hasta la estufa y casi gira el botón de una de las hornillas. Tras pronunciar el no de rigor, comprendí que su presencia en ese lugar era más peligrosa de lo que imaginaba.

Aunque era imposible que lograra prender la estufa porque necesitaría un fósforo, Pilar Marie pudo abrir el gas y dejar que éste comenzara a fugarse. Entonces, ¿cuál sería el efecto de este escape? No quiero ni siquiera imaginarlo.

Algunos podrían decir que fue una suerte el que yo estuviera junto a ella en ese momento. Yo prefiero llamarle responsabilidad: jamás se puede dejar a un niño solo, poniéndolo en una situación de vulnerabilidad, porque es a nosotros a los que nos toca cuidarles.

Como a los niños, tampoco tenemos ningún derecho de poner los ciudadanos que nos rodean en una situación de riesgo, tal como sucedió el sábado pasado con decenas de ciudadanos que pasaron el susto de sus vidas cuando un carro se incendió en medio del túnel de la avenida 27 de Febrero.

Peor suerte corrieron los nueve niños que se quemaron el domingo pasado cuando viajaban en la parte trasera de una camioneta que se quemó cuando sus parientes los llevaban hacia la celebración de unas bodas de oro. Como el primero, este vehículo funcionaba con un sistema de gas.

Estos dos casos no son los únicos que conozco. Hay otros en los que, como en el de la 27, no hubo víctimas por el gran coraje que mostraron los conductores, quienes arriesgaron sus vidas para quitar los tanques de gas antes de que los carros ardieran.

Independientemente de las consecuencias que hayan tenido cada uno de estos accidentes, lo que nos llama a hablar de ellos es pensar en el peligro al que nos están exponiendo los conductores que han decidido ahorrarse unos chelitos adaptando sistemas de gas de mala calidad a sus vehículos.

Lo más duro es que la mayoría de estos vehículos se utilizan en el transporte de pasajeros. Pero, al parecer, el gobierno está esperando que haya un accidente a gran escala para ponerle coto a esta situación.

Pero no sólo, como dijo El Nacional en su editorial del lunes pasado, hay que regular el uso de sistema de gas para que éstos no sean lesivos a los demás: también hay que controlar su asfixiante subsidio. Y es que, tras demostrarse que el 41% del subsidio se queda en el transporte, es justo exigir que ese subsidio vaya sólo a los hogares.

Recordemos que muchas de las personas que usan gas tienen dinero para pagar la gasolina. Puedo dar fe de personas que mejoraron su estatus comprando jeepetas a las que les pusieron gas; y otras que usan gas pero gastan el dinero ahorrado en nimiedades. También es abusivo que los choferes del concho usen gas pero cobren el pasaje a precio de gasolina.

Realmente me da rabia pensar que mientras una cuota de mis impuestos se destina a ahorrarle los gastos a todos ellos, el gobierno va a cargar aún más mi economía con la rectificación fiscal. ¡Pero gasta cuatro mil quinientos millones en subsidiar el gas y casi la mitad de eso se quema en nuestras calles!

Reduciendo el subsidio al gas, aunque no es una medida popular pero sí responsable, el gobierno tendrá una buena parte de los recursos que necesita y nos quitará una zozobra: los conductores volverán a la gasolina y tendremos menos peligro. Y es que, como Pilar Marie, cada quien debe caminar hasta donde puede y donde debe sin hacer daño.

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