EL PRECIO INTANGIBLE DE LOS RECUERDOS

EL PRECIO INTANGIBLE DE LOS RECUERDOS

El teatro de Arthur Miller, uno de los dramaturgos norteamericanos más importantes del siglo XX, ha sido pocas veces presentado en nuestro país.
Su primera obra llevada a nuestros escenarios por el Cuadro Experimental María Martínez, dirigido por Rafael Montás Cohen, “Todos son mis hijos”, data de marzo de 1953.

En 1957 el Teatro Escuela de Arte Nacional, dirigido por Juan González Chamorro, presentó en Bellas Artes “La muerte de un viajante”, que años más tarde, en 1975, tendríamos oportunidad de volver a ver, presentada en Bellas Artes por la Compañía de Manuel Sabatini, protagonizada por el gran actor español Carlos Lemos.

Cuatro años después, en julio de 1979, en ese mismo escenario se presentó la compañía Teatro de los Buenos Ayres, dirigida por Oscar Ferrigno, con la obra de Miller “El precio”. Y casi treinta años después, en el 2007, la actriz Flor de Bethania Abreu presentó en la sala Ravelo “Las brujas de Salem”.
Afortunadamente, en este inicio de año, hemos tenido la oportunidad de reencontrarnos con el teatro de Arthur Miller, y su obra “El precio”, en una producción de Dunia de Windt, en la sala Ravelo, y llegamos a la conclusión -después de verla- de que el buen teatro es algo que no tiene precio.
Arthur Miller, hijo de inmigrantes, nació en Manhattan en 1915, vivió en un período de grandes calamidades, la gran crisis del 29, la Segunda Guerra Mundial y la intolerancia del macartismo (la persecución anticomunista estadounidense durante la guerra fría) del que fuera víctima, marcaron su vida y su obra. Como todo gran artista, fue reflejo de su tiempo.
Miller era un hombre de pensamiento sólido y hábil dramaturgo, considerado además como un moralista, valor adquirido dentro del seno familiar, lo que le proporcionaría los temas centrales de sus obras, particularmente los referidos a la relación padre-hijo.
“El precio”, drama enmarcado dentro del realismo-psicológico, fue estrenado en 1968. El argumento sitúa la trama en una buhardilla y en una misma unidad de tiempo. Allí se guardan los muebles familiares que hablan de un pasado esplendor y que se resisten al paso del tiempo. Y allí se reencuentran dos hermanos tras 16 años alejados, con el propósito de vender los enseres, ya que el edificio será demolido. Para tal fin han citado a un anticuario tasador que ponga precio a los viejos muebles. Pero en aquel ambiente el pasado se hace presente, deambulan los recuerdos intangibles como huellas indelebles, que no tienen precio.
Cuatro personajes dan vida a esta trama: Víctor, un humilde policía a punto de retirarse; Walter, el hermano mayor, un cirujano de prestigio; Esther, la mujer de Víctor, que resignada -pero no conforme-, es el equilibrio entre los hermanos, y Solomon, el anciano tasador.

Un personaje ausente, pero que gravita cual fatídica sombra, es el padre, sobre el que gira el drama de los dos hermanos. El encuentro nos lleva a conocer a través de diálogos fluidos a los personajes, los lazos que los unen, los sucesos del ayer y sus causas. Paradójicamente, el dinero producto de la venta de los enseres no es el problema. Víctor quiere entregárselo a Walter y éste se resiste.
Víctor es un ser vulnerable, resignado; ha sacrificado sus aspiraciones para atender a su padre enfermo, y se cree la víctima, pero solo lo ha sido de sus propias decisiones. Mario Lebrón, con una actuación orgánica, con el rostro elocuentemente adusto, acierta al proyectar la complejidad de este personaje resentido, incapaz de perdonar a su hermano.
Walter, no obstante su éxito profesional, es un ser solitario, emocionalmente desequilibrado. Tomó la decisión de abandonar el hogar para lograr sus metas y no se arrepiente, no permite el chantaje, no acepta ser la víctima y además, sabe negociar con el tasador.

José Roberto Díaz encarna a Walter a cabalidad en su dimensión exacta, sin hipérboles, confiriéndole la seguridad que emana del personaje. El clímax de la obra se alcanza en las discusiones entre los hermanos, cuando se sinceran tras los años de distancia, y afloran los equívocos y medias verdades.
Esther es un personaje secundario que Elvira Taveras logra trascender con su histrionismo decantado entre los momentos de sobriedad y etílicos; refleja su condición de mujer sufrida por los embates de la vida, toma distancia de las posiciones encontradas de los hermanos, y admite las explicaciones de Walter, pero sin perder su punto de vista.
El personaje de Solomón, propicia momentos de hilaridad. Omar Ramírez logra un excelente trabajo en la construcción de este viejo tasador judío de 90 años. Con el andar dificultoso, el temblor parkiniano de las manos y la disfonía de la voz, consigue una gran recreación interpretativa del pícaro personaje.
La directora Indiana Brito desarrolla la acción un tanto lenta al inicio, y poco a poco toma un ritmo adecuado, proporcionando pequeños clímax. Esta joven y talentosa directora ha ido forjando su camino dentro de la dirección teatral, para la que se encuentra bien dotada.
Arthur Miller no cuestiona a los personajes, pero lleva a reflexionar, y es que las decisiones tomadas que marcarán nuestras vidas, tienen un precio.
Solomon, sentado en la butaca, ajeno a las discusiones, solo interesado en su ganancia, escucha las risas que emanan del disco que ha colocado en el fonógrafo y se hace eco de ellas, mientras el espectador no sabe si reír o llorar. Asista a la sala Ravelo y disfrute de esta magnífica obra.

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