El presidente en la Constitución

El presidente en la Constitución

Uno de los grandes mitos de nuestro constitucionalismo es la supuesta consagración constitucional de una “monarquía presidencial” cuya base textual es el Artículo 55 de la Constitución, el cual, en el imaginario colectivo es equiparado al infame Artículo 210, inserto en la Constitución de 1844 para legitimar los poderes presidenciales extraordinarios de Pedro Santana.

Pero lo cierto es que no hay ninguna atribución presidencial listada en el Artículo 55 que no se le conceda a otro presidente en América. En buen Derecho, el presidente dominicano es mucho menos poderoso que otros presidentes: por ejemplo, el presidente norteamericano nomina jueces en tanto que existen presidentes latinoamericanos que  tienen la facultad de dictar decretos con el valor de leyes en tiempos de receso congresional o por autorización del legislador.

¿Por qué entonces el sistema político dominicano se caracteriza por un marcado presidencialismo? Dos razones fundamentales parecen explicar el fenómeno. Por un lado, la debilidad de los demás poderes, principalmente el Poder Judicial y, en menor grado, el Poder Legislativo, los que carecen de las atribuciones que le permitan contrapesar las potestades presidenciales. Y, por otro lado, lo que no es menos importante: la cultura política dominicana signada por un acentuado presidencialismo cuyo caldo de cultivo es el sistema clientelar, en donde el presidente tiene la varita mágica para resolver todos los problemas humanos.

Lo anterior explica por qué todo intento serio de consolidar una democracia representativa basada en una real y efectiva separación de poderes debe partir en nuestro país del hecho de que lo importante no es tanto disminuir los poderes del Presidente sino aumentar los de los demás poderes, de modo que exista verdaderamente un sistema de frenos y contrapesos. Es esto lo que explica que en la propuesta de reforma constitucional del Presidente Leonel Fernández se someta la Administración Pública a Derecho mediante su encuadramiento en los principios del Estado de Derecho; se constitucionalice el control judicial de la Administración bajo la égida de una jurisdicción contencioso-administrativa; y se cree una poderosa jurisdicción constitucional bajo la forma de una Sala Constitucional que controla la constitucionalidad de todos los actos de los poderes públicos (incluyendo el control preventivo de los tratados internacionales y el control de los estados de excepción).

Por eso creemos que no es justo afirmar que la reforma constitucional aumentaría los poderes del Presidente: la reforma los deja igual porque aumentarlos acentuaría el presidencialismo y disminuirlos a lo único que nos conduciría sería a transformar nuestro sistema presidencialista en uno semi-parlamentario, el cual no ha funcionado en la práctica latinoamericana como lo revela el caso argentino. En este sentido, si se desea aumentar la responsabilidad del Presidente lo más conveniente es incrementar los poderes de fiscalización del Congreso con la inclusión de las sesiones de información congresional que obligaría a los ministros a rendir cuentas periódicamente ante los legisladores, tal como contempla la propuesta de la Comisión de Juristas.

A esta percepción de que la reforma constitucional aumenta los poderes presidenciales contribuye decisivamente el Artículo 102 de la propuesta presidencial en virtud del cual “el Poder Ejecutivo es ejercido en nombre del pueblo por el Presidente de la República, símbolo de unidad nacional y de la permanencia del Estado”. Esto nos recuerda la declaración del presidente Charles de Gaulle, quien, pretendiendo para el presidente francés una legitimidad democrática superior, afirmaba que “la autoridad indivisible del estado se la concede enteramente al presidente el pueblo que le elige”.

En realidad, para la Constitución todos los poderes públicos emanan del pueblo, como establece el Artículo 2 de la Constitución vigente y de la propuesta de reforma, aún cuando el único cargo elegido por todo el pueblo es el del presidente. Ya lo señala Arend Lijphart, “el auténtico problema no es tanto que el presidente y la legislatura puedan pretender legitimidad democrática, sino que todo el mundo –incluido el presidente, el pueblo en su mayoría e incluso los politólogos- sientan que la pretensión del presidente sea mucho más fundada que la de la legislatura”. Esto último es muy peligroso principalmente en sistemas de doble vuelta electoral que fortalecen la figura del presidente, acentúan sus rasgos plesbicitarios y fomentan una democracia delegativa.

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