Con legitimidad y derecho a proceder en ese sentido, el primer mandatario de la nación, Luis Abinader, ha confirmado con palabras lo que la mayoría de sus hechos de cuatro años de pronunciado activismo personal basado en su elevada investidura y formidable aura de poder indicaban: ha estado activo en un proyecto reeleccionista. Con reciente anticipación a voltear sus cartas, que para nadie eran un secreto, el Presidente en ejercicio, y el de la mayor intensidad publicitaria a su accionar sin pausa que se recuerde, formuló un compromiso que también sería, si se cumple, la pretensión de lograr una ruptura histórica con la inveterada adhesión de la gobernanza y la cultura nacionales de arrastrar desde el solio los recursos públicos a la lizas electorales; con alguna rara y honrosa excepción que cuesta trabajo recordar. Tan arraigada que las cohortes de oficialismos pasados, sobrepasadas de entusiasmo con el disfrute del poder, nunca necesitaron órdenes explícitas para funcionar como maquinarias proselitistas.
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Un presidencialismo de fuerte tradición y débiles contrapesos institucionales está hoy, ciertamente, más desautorizado que en otras épocas por un mandatario conciliador que escucha a las partes y rectifica, a veces más de la cuenta. Pero su énfasis al prometer en su momento que «el respeto a los fondos públicos no es negociable» y que no ocurriría lo del pasado, confirma la magnitud de los riesgos. Un precedente de respeto a los bienes y ventajas del poder que no ha existido.