¡El preso no es gente!

¡El preso no es gente!

VÍCTOR MANUEL MATOS GÓMEZ
Hace algún tiempo escuché decir a un condenado: «El preso no es gente». Tal aseveración resulta muy común por su continuidad repetitiva en el ámbito de nuestra cárceles; a diario la pregonan reclusos y carceleros como si ella fuese el requien pronunciado ante los despojos de un derecho que agoniza, como si fuese una renuncia resignada a la pérdida irremisible d ser sujeto de derechos.

Confieso que tal afirmación aún golpea mis sentidos, que muchas veces me hace sentir culpable por ser miembro de una sociedad injusta, por callar lo que debo denunciar con energía y más que por cerrar lo ojos y la conciencia ante la injusticia que devora los derechos de mi prójimo.

Me he consolado a mí mismo repitiendo que no soy culpable de este horrible bochorno y diciendo con irresponsables palabras: «lo que remediar es imposible, hágalo llevadero la paciencia». Pero el reciente suceso en un cárcel del Higüey ha producido en mi alma efectos recurrentes y de nuevo oigo aquellas palabras, más que palabras anatema repleto de ignominia, que a empellones me conduce hacia un infierno, sí, hasta un infierno donde los alaridos de los condenados y el crujir del fuego devorando sus cuerpos compiten en macabra contienda con las voces que piden auxilio y el olor de carne calcinada.

Dejo a Dante la capacidad descriptiva de pintar aquel cuadro, y para mí, tomo el amargo resabio de que saberme parte de un sociedad culpable, indiferente y abusiva donde la vida humana no tiene sentido, donde los errores se pagan tan caros que reivindicarse es imposible, una sociedad que se ufana de ser civilizada, que mide su grandeza por el número y la altura de sus edificios, que pregona de manera ostentosa ser propietaria y diseñadora de una democracia paradigmática mientras los derechos del hombre se mancillan. En fin, una sociedad que sueña con ser exitosa pero el grueso de su fortuna la apuesta al fracaso y el grueso de su fortuna, se encuentra en el inventario humano y decente de aquellos seres que el oropel no ha corrompido, de aquellos que no se imaginan a si mismos derrochando el sudor del pueblo o medrando a la sombra del erario público. A este capital humano elevo mi querella, ante él espero ventilar mi instancia, no pretendo encontrar culpables, las enmiendas y los correctivos habrán de complacerme y por satisfecho habré de darme cuando en mis oídos se apague el eco que dice: «¡El preso no es gente!».

Para enderezar estos entuertos no tenemos que recurrir a legislaciones extrañas, ni buscar en la fórmula del derecho comparado el balsámico ungüento que corrija las heridas, menos aún, no tenemos que insertar en nuestro organismo social instituciones ajenas a nuestra realidad empírica, sólo aplicar la legislación vigente, dando curso así a las herramientas idóneas que tenemos a mano.

Si nos empeñamos en redescubrir nuestro potencial legislativo y nos armamos de voluntad política creo que podemos paliar este anatema que nos marca, pues existen en nuestra legislación figuras jurídicas que no son un mágico conjuro de palabras extrañas capaces de diluir nuestros apremios, sólo son objeto de uso que nuestra ceguera ha soslayado, pero están ahí, presentes, en la espera de una voz que le ordene: Levántate y anda!

Nuestra Constitución, nuestro Código Penal y la Ley Electoral nos proveen de una normativa que usada de manera adecuada puede solucionar los defectos de nuestro sistema carcelario, sólo hace falta la buena voluntad de unos pocos y el respeto a los derechos políticos de muchos.

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