El principio de legalidad

<P>El principio de legalidad</P>

EDUARDO JORGE PRATS
e.jorge@jorgeprats.com 
Hay un clamor generalizado en la República Dominicana por el respeto de las leyes. Desde las juntas de vecinos que combaten las arbitrariedades de los ayuntamientos o exigen el respeto de las normas medioambientales hasta los partidos que reclaman unas finanzas públicas ordenadas y el respeto de las normas electorales, en todas partes, el clamor es único: hay que retornar al Estado a su propia legalidad.

Dirán muchos que nunca el Estado dominicano ha respetado la legalidad. Y es cierto: pero en el sentido de que, como bien expresa Luigi Ferrajoli, en los Estados de Derecho realmente existentes siempre existe una brecha entre el deber ser de la legalidad y el ser de la realidad político-social. Pero precisamente el Estado Constitucional es el modo en que se critica desde dentro del sistema esta brecha y se lucha jurídicamente para estrecharla y para acercar la facticidad a la normatividad. Esa brecha puede ser más grande de un gobierno a otro. En todo caso, nadie puede negar la característica fundamental del Estado de Derecho, como bien afirmaba hace mucho tiempo Carl Schmitt:

“En un sistema moderno, es decir, industrializado, bien organizado, con división del trabajo y altamente especializado, la legalidad significa un determinado método para el trabajo y el funcionamiento de los organismos públicos. La manera de tramitar los negocios, la rutina y los hábitos de los funcionarios, el funcionamiento hasta cierto punto calculable, la preocupación por la conservación de esta especie de existencia y la necesidad de ‘cubrirse’ frente a una instancia que exija responsabilidades, todo esto forma parte del complejo de una legalidad concebida de una manera burocrático-formalista. Cuando un sociólogo como Max Weber dice que la ‘burocracia es nuestro destino’, nosotros debemos añadir que la legalidad es el modo de funcionar de esta burocracia”.

Si la burocracia es nuestro destino y si el único modo de funcionar de esta burocracia en una democracia constitucional es la legalidad, a menos que se quiera derivar en un Estado totalitario donde las decisiones se legitiman en función de la voluntad del líder/jefe o del partido único, ¿cómo lograr someter a la Constitución, a las leyes y al Derecho al Estado? En primer lugar, solo la existencia de un Poder Judicial independiente, capaz de enfrentar al poder para su control, sin temor a las presiones de políticos, partidos o grupos de presión, es garantía efectiva de la legalidad. De ahí que todo Estado de Derecho es Estado Judicial de Derecho en donde la política, para no convertirse en guerra fraticida, se judicializa.

Pero esto no basta. El poder más fuerte en todo Estado es por definición la rama ejecutiva. Ella fue la que en principio monopolizó todos los demás poderes del Estado y es ella la que todavía retiene la facultad de ejecutar por la fuerza las decisiones estatales. Si este poder, en particular su rama administrativa, no es sometido a la legalidad y al control judicial, no hay en realidad Estado de Derecho ni sometimiento del Estado a la legalidad.

Es precisamente la ausencia de un régimen adecuado de justicia administrativa, con jueces a nivel nacional que controlen la Administración central y municipal, como lo hacen los jueces penales y civiles con los particulares, lo que hace débil nuestro Estado de Derecho y lo que convierte al Presidente, como bien expresa Milton Ray Guevara siguiendo a su maestro Maurice Duverger, en un verdadero monarca. Si a esto sumamos la irresponsabilidad de un Estado inembargable y que desacata consuetudinariamente las sentencias que le son adversas, está claro cuáles son las verdaderas causas de nuestro hiper presidencialismo.

¿Cómo activar la revolución de la legalidad? En el corto plazo, sólo la voluntad política de los gobernantes de regirse por la ley y de la oposición y de la ciudadanía de luchar por el Derecho desde el Derecho es garantía efectiva de que se sienten bases firmes para un Estado sometido al Derecho. Esta voluntad debe plasmarse en una Ley de Procedimiento Administrativo que encuadre jurídicamente la acción estatal y en el fortalecimiento de la jurisdicción contencioso-administrativa como sede del control judicial de la Administración. Si gobernar es construir, construyamos entonces la infraestructura institucional de nuestra modernidad.

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