El proceso de proletarización

El proceso de proletarización

JOSÉ LUIS ALEMÁN, S.J.
Me ha costado bastante encontrar un título suficientemente adecuado para este artículo. Si la raíz filológica del término «proletario» es latina, como dice la Real Academia, se trataría de un grupo social que ni tenía propiedades para servir a Roma, excepto los hijos, la prole, ni estaba inscrito en registro civil alguno.

El nivel más bajo de este grupo social incluiría, usando términos marxistas, el «Lumpenproletariat»: vagabundos, criminales, prostitutas…

Pensé también en una eufónica pero improbable raíz griega del aoristo del verbo «proleipo», que significa fracasar, fallar, dejar atrás… que respondería mejor a lo que intento describir, guiado por Oxoby, autor de un recientísimo artículo en The Economic Journal, octubre de este año: proceso y consecuencias del fracaso por mantener o alcanzar aquel estatus que la sociedad cataloga mayoritariamente  como deseable y alcanzable.

En la versión latina, la palabra «proletaria» expresa la situación final de la proletarización en la griega su mecanismo productor: infructuosidad del esfuerzo por asirse a lo normado socialmente. De ambos escribo, particularmente del costo de los intentos por lograr la aprobación dentro de la estimación social mayoritaria del propio modo y estilo de vida y de dos de las consecuencias de un eventual fracaso: la anomía o falta de normas de conducta, tanto individuales como comunales, y la adopción de formas de actuar incompatibles con la cultura dominante.

Deseo recalcar que aunque supongo tipos determinados de comportamiento, me baso en modelos estadísticamente analizados.

1. MODELO DE COMPORTAMIENTO

La pobreza se expresa normalmente en términos económicos, tanto como carencia de bienes como de posibilidades para operar satisfactoriamente la persona, «capabilities» en lenguaje de Sen. A estos atributos de la pobreza se debe añadir lo que Liebow comprendió en 1967 al estudiar la problemática de los afroamericanos pobres de las esquinas de las calles: la estimación que otros tienen de ellos: «El deseo de ser importante por la propia conducta, de llamar positivamente la atención en el mundo en que se vive, es compartido por todos. Acierten o no a expresar este concepto, puede uno verlos actuando para lograr la atención de los transeúntes».

Este simple supuesto psicosocial, el deseo innato de reconocimiento social no financiero, explica buena parte de la conducta del ser humano en sociedad.

La dificultad obvia está en identificar el tipo de comportamiento que una sociedad califica como importante y hasta necesario. Suponemos entonces que sus miembros se esfuerzan presionados por la cultura vigente por alcanzar ese estatus. Este, dependiendo del grupo social de referencia, puede variar: para un monje, moderación, servicio, oración; para un militar, respeto a superiores, arrojo, seguridad; para un político, lealtad, capacidad de promoción, etc. Además de estos grupos profesionales existe un ideal de cultura más allá de divisiones por oficio, raza, etnia o religión. Nada del otro mundo: de hecho cada uno tiene cierto grado de aprecio por varias instituciones y desea inconscientemente ser aceptado por ellas.

A nivel «macro», el ideal de una sociedad burguesa se muestra por el ingreso y riqueza que posibilitan un estilo de vida respetado y deseado por la mayoría. Para mantenerse en el o para alcanzarlo, el instrumento socialmente reconocido es el trabajo y el ahorro y, entre muchos, la apropiación de bienes públicos. Suponemos que a ese estatus aspira la mayoría y que ésta se siente satisfecha de lograrlo y que otros lo consideran realizado y le muestran  aprecio y respeto.

Pero, ¿cómo reaccionan personas con ese deseo que fracasan en ganar el  ingreso requerido para una vida pautada por la cultura? Entre las varias alternativas hay dos aparentemente preferidas y paradójicamente contrarias: o aumentar la cantidad de trabajo y de ahorro, o perder las esperanzas  y quedarse, primero, desarmado ante el tamaño de la misión imposible y, después, recordando que todos aspiran a ser apreciados por los demás, imitar el comportamiento aberrante de crimen callejero, drogas, robos y prostitución  practicado por muchos y muchas: el famoso Lumpenproletariat, de Carlos Marx.

      Quien abra los ojos a nuestros barrios pobres encontrará unos «supersantos» que trabajan hasta el límite, ahorran cuanto pueden y se ocupan de su mujer e hijos, y otros «tigres» que llaman la atención por la violencia  tácita o formalmente admirada que practican públicamente.       

Por eso, la lucha contra la violencia es tan difícil: responde al profundo anhelo de verse estimado por los demás, sin que caigamos en el primitivismo de ignorar la muy real existencia de los «supersantos». Quizás la pregunta clave no sea por qué existe y aumenta la violencia, sino por qué hay todavía tanta gente que prefiere trabajar por cuatro mil pesos mensuales.

2. CÓMO ROMPER LA VIOLENCIA

Acepto, ante todo, que no sé cómo hacerlo, aunque el conjunto de todos  los esfuerzos en esta dirección producen con frecuencia  impactos positivos. Muchos  de ellos, sin embargo, cuando se toman solos, o sea, no acompañados de los demás, suponen, sin embargo, la existencia y la maleabilidad de convicciones y actitudes religiosas o cívicas e ignoran lo  que para todos nosotros significa la aprobación externa. No intento, pues, cuestionar tácticas y menos aún estrategias de disminución de la pobreza, sino indicar que siempre y en todo debemos incluir la estima que otros tienen de los pobres y de los violentos y usar simultáneamente varias políticas.

    En la práctica podemos hablar de una estrategia  económica, logro de más empleo y mayores ingresos como resultado de la productividad; de una estrategia de servicios públicos de educación, salud física y ambiental y de viviendas; de estrategia política de participación y monitoreo de acciones públicas por sindicatos, cooperativas, ONGs y comunidades de base; de una política redistributiva de ingresos y activos ( pequeños empleos públicos  y tierras de Reforma Agraria); y hasta de una política («pastoral») religioso-moral.

      Todas estas políticas, que deberían, repito, ser complementarias y no exclusivas, suponen un aumento sustancial de recursos para el Estado y otras instituciones a las que se transfieren fondos públicos. Esto significa en la práctica que los que no somos «proletarios» tenemos que aportarlos. Así pasa en la realidad: ¿de dónde salen los recursos de subsidios a la electricidad, al transporte, al gas? No siempre del Banco Central.

      La pregunta obvia es la de saber si de estos recursos en el contexto de la administración pública dominicana puede esperarse un estímulo sustancial de recompensa para los pobres, en el sentido de disminuirles los costos  de lograr objetivos socialmente preferidos y de aumentar sus expectativas de alcanzarlos. Igualmente clave es la respuesta que pueda darse sobre el efecto negativo que una disminución por impuestos de sus ingresos tenga sobre el grado de estimación social de las clases medias y pudientes. Más llanamente expresado: los costos adicionales de los miembros de estas clases, ¿ son mayores que las recompensas que los pobres recibirían? Ambas preguntas tienen que ser respondidas desde la perspectiva de la estimación que muestren otras personas.

      Estas preguntas no son respondibles objetivamente, pero sí pueden observarse conductas indicadoras de opiniones subjetivas: ¿aumenta o disminuye  el tiempo de trabajo o el ahorro de los pobres y de sus financiadores?

    Una buena hipótesis económica, desde el punto de vista individual, sería interpretar positivamente el incremento del trabajo y del ahorro de los pobres y de los más acomodados. Pero si aumenta el tiempo de trabajo y de ahorro de los más pobres y disminuye el de quienes los financian, la lógica económica podría cuestionar la disminución neta de la cantidad de pobres, aún si disminuyese el número de éstos. Ese es el sino de la ignorancia que arropa las decisiones públicas y   personales que afectan el futuro. Por lo tanto, conviene recordar que, después de un análisis frío de sus posibles efectos futuros, las tomemos no sólo en función de sus desconocidas probabilidadades  -que siempre pueden llevar al engaño-, sino de valores tales como el amor, la solidaridad, la confianza.

    Reconozco, pues, que políticas ambiciosas de disminuir la pobreza y la violencia pueden aumentar la cantidad de pobres y violentos si las inversiones y la dedicación global disminuyen,  con el penoso resultado de que registremos simplemente una «circulación de las élites»-los que antes estaban bien ahora están mal, los pobres de antes son  la élite hoy.

3.CONCLUSIONES

    Con frecuencia se esgrime este tipo de argumentos para combatir estrategias para disminuir la pobreza. Dado el peso de los intereses de toda índole de la naturaleza humana, esa actitud es comprensible.

     Pero se olvida las más de las veces que es esta una invisible pero real tendencia de la naturaleza general: los aviones no son manejables a determinadas velocidades con los diseños, cargas  y materiales usados, pero bien que vuelan; los elementos químicos cambian de estado y se gasifican o se gelatinizan por temperatura, presión o electromagnetismo, pero los usamos continuamente en diferentes productos; el sexo o el deseo de riqueza son instrumentos de masivo poder destructivo, pero sin ellos nadie entendería la vida; la religión puede llegar a ser fanática e intolerante dando lugar a fenómenos como la inquisición o el espionaje, pero a muchos da sentido a la existencia y es fuente de alegría y paz, etc., etc. En realidad, el universo es un conjunto complejo con múltiples analogías interactuantes.

    Lo triste es no hacer nada ante el riesgo, o decidir sin identificar y evaluar algunos efectos posibles. Los vagos y los que no quieren saber de teorías y técnicas, los espontáneos, son la maldición de las sociedades.

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