El propietario de La Tinaja

El propietario de La Tinaja

FEDERICO HENRÍQUEZ GRATEREAUX
Tenía la cara cuadrada, los labios gruesos ligeramente colgantes y la expresión de susto de quien se ha librado de ser asesinado una hora antes. Había nacido en Budapest, de madre húngara y padre español. Como su padre era comunista, él también se inscribió en el Partido Comunista. Lo conocí varado en un aeropuerto, donde estaba obligado a permanecer cinco horas para luego seguir viaje a Checoslovaquia.

Ladislao Ubrique me contó que había pasado un año en Cuba trabajando en la Unidad Científica de Investigación Social. En poco tiempo se dio cuenta de que no había en la isla una “dictadura de proletariado”. Al proletariado se le dictaba todo lo que tenía que decir, hacer y aprender. Los jerarcas del partido formaban una oligarquía ideológica, administrativa y policial. Me dijo: “en las Antillas ustedes viven como les da la gana, echados en hamacas, oyendo en la radio guarachas y noticias políticas”. Le dije que en mi país no había un régimen como el de Cuba, que teníamos periódicos, emisoras de radio y TV., a través de cuyos medios era posible opinar libremente. – Eso tengo que verlo para creerlo, respondió amoscado.

¿Para quién trabaja usted?

Mi madre -continuó diciéndome sin esperar contestación- trabajaba en una fábrica de porcelana durante los años que siguieron al fin de la Segunda Guerra Mundial. Nadie compraba un plato, una taza, una sopera. La gente usaba envases metálicos o piezas muy viejas y desportilladas. El gobierno mantenía funcionando la fabrica a base de un pretexto: “subsidios estatales para fomento de las exportaciones”. Vivíamos del salario de mi madre. En mi casa se servia la comida en una vajilla de porcelana.

Los platos, de distintos colores y diseños, eran piezas imperfectas con las que premiaban el trabajo asiduo de las operarias. Los platos y las fuentes se acumulaban en el almacén sin poder sacarse del inventario; pero esos productos no cumplían con los requisitos de calidad necesarios para ser exportados. Para descargar los anaqueles los regalaban a los empleados de alto rendimiento o a los funcionarios del Partido. Mi madre me llevaba a menudo a la iglesia; se detenía en la Catedral de San Esteban Rey. Yo le pregunté varias veces: ¿En quéte ayuda estar sentada en ese banco cuarenta y cinco minutos mirando un altar? Ella me decía: hijo, paso balance a mi vida, pienso en lo que haré la próxima semana, reviso mis proyectos, le pido a Dios que no mueran más jóvenes, eso es todo. Yo, por supuesto, no entendía entonces. Mi padre había muerto tres años antes y siempre mi madre le recordaba con respeto.

Insistía en que mi padre tenía la determinación firme “del puño de San Esteban”.

Todas las semanas miraba el puño de San Esteban que, seco y sin haberse corrompido, exhibían en la iglesia dentro de una urna. Contemplando esa reliquia del siglo once, y la corona que usó este gran rey, aprendí a resistir las durezas de la vida. Quería heredar la firmeza de mi padre, pues, según mi madre, era parecida a la del Santo. Tal vez yo sea firme en mis convicciones y tenaz en mi trabajo. ¿Para que me han valido esas virtudes? ¿En Hungría? ¿En Cuba? ¿En los Estados Unidos? En este último país conocí a un escritor que redactaba sus obras en un rollo de papel para teletipos. Las leía a sus amigos halando el papel de una bobina enganchada en la pared, que se deslizaba en el eje de un tubo de agua corriente. Cuando no le gustaba un párrafo lo cortaba con unas tijeras y unía otra vez el papel con cinta adhesiva. Me dijo que el texto podría copiarse en letras de molde y proyectarse sobre una pantalla en una sala de cine. Sostenía que era preciso lograr la involución del cine: que llegara a ser mudo, como empezó; con carteles para leer en silencio. Creía en la posibilidad de que la literatura fuera “consumida” a oscuras, colectivamente, en un gran salón”. Que la gente leyera textos en letras grandes, como en los cantorales de la Edad Media.

El desencanto se apoderó de mi cuando descubrí que los gobernantes de mi país natal eran tan desvergonzados como lo fueron los de la tierra de donde emigró mi padre. Aprendí la lengua española porque la hablaba tanta gente, que puede decirse es un idioma universal. Los norteamericanos retribuyen mejor a sus escritores porque les sobra el dinero, no porque les aprecien más.

Disfrutan de una sociedad en la que no existen los problemas que dividen la Europa del Este. En Hungría yo no podía entender el socialismo sin libertad; pero en los Estados Unidos no acabo de aceptar la tiranía del mercado. En Hungría faltaba todo, incluso lo imprescindible. En los EUA sobra hasta lo superfluo. Son dos mundos organizados por crueldades contrapuestas. Al conocer las Antillas mi perplejidad aumentó cien grados. Ahora pienso que ustedes los hispanoamericanos están hechos para vivir mal en el socialismo y peor en la democracia de mercado libre. Las actitudes humanas ante el placer y el trabajo -según parece- condicionan el funcionamiento de cualquier sistema político.

Ladislao Ubrique me mirócon impaciencia y, quizás, con un poco de lástima; entonces abrió los ojos desmesuradamente y dijo con rapidez: ya sabe usted, tengo lista la tinaja blindada. El Memorial del siglo XX será lectura rechazada en Moscú, en Nueva York y en Berlín. Ni los enciclopedistas de izquierda ni los religiosos de derecha querrán prestarle atención. Los hispanoamericanos, por su carácter enfático, por su fácil adaptación a las modas, tal vez se conviertan en los mejores difusores del Memorial. No han tenido guerras religiosas; no han sido nunca ricos y las clases desposeídas jamás han conseguido el control del Estado.

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