El protocolo del desconcierto

El protocolo del desconcierto

Rafael Acevedo

A alguien se le ocurrió una vez describir las reacciones de personas normales en situaciones inesperadas e insólitas. El experimento mostró que hasta los más perspicaces fallan en dar respuestas sensatas y coherentes. Por ejemplo, la reacción de un caballero en compañía de su esposa que al salir de un ascensor se encuentra con una dama que inesperadamente está frente a ellos, correctamente maquillada, elegante y fina, pero absolutamente desnuda, excepto por su sombrero y sus tacones. No es el caso un tíguere que se encuentra a una degenerada en un bar. Esto último representa lo que en sociología llamamos una situación estructurada, donde las pautas culturales definen los roles de los dos actores, hombre y mujer, sabiendo bien cada cual lo que espera del otro. Cuando las sociedades han ido deshaciendo y tirando por el suelo las buenas costumbres, y por décadas han violado diariamente las reglas legales, morales y de buenas costumbres, se producen, necesariamente, series interminables de situaciones no estructuradas, para las que nadie tiene la respuesta correcta. No bastan entonces que hayamos importado códigos romanos o napoleónicos, y enmiendas provenientes del derecho consuetudinario inglés y de otras venerables tradiciones jurídicas. De poco pueden valer altos tribunales y cortes para un pueblo cuyas élites sociales y políticas secuestran la justicia y contaminan el acto de gobernar de un pragmatismo desvergonzado (Bentham fundó un pragmatismo distinto, que no mezcla con la poca vergüenza). De poco servirán las nuevas cortes, ni habrá “Suprema” que valga para un pueblo de tramposos; y hasta los tribunales constitucionales se convertirán en vulgares instancias de apelación, en medio de una secuencia interminable de inverosímiles trapisondas y chicanerías jurídicas. Los pueblos de tramposos no se enmiendan con leyes ni tribunales; sus perplejidades son estrafalarias y no se enmarcan en la decencia y la sensatez.
Tal vez aún vale la pena elaborar teorías sobre nuestra realidad, identificar culpables, jugar a “verdadero –falso”, pretendiendo entender qué nos pasa, mientras proponemos alternativas al desastre. Teóricamente, siempre habrá solución, aún sin que nadie piense en cambiar un ápice su propia conducta individual o grupal. Las propuestas más atractivas indican que quien debe cambiar su comportamiento es el otro, los demás. Suelen basarse en modelos interpretativos afianzados en ídolos a imagen y semejanza de cada cual, sin apego alguno a lo que el único Dios posible y verdadero ha estatuido.
¿Qué se le dice a un pueblo de tantos sabihondos, astutos y desvergonzados?
¿Qué se les puede proponer a políticos y gobernantes aupados por mayorías a cambio de quimeras y prebendas menudas, que se valen de triquiñuelas para subirse y quedarse, que luego no saben cómo bajarse? Los paisanos comunes no estamos exentos de culpa, ni podemos alegar perplejidad. El juego del poder nunca fue ingenuo, ni hubo jamás pueblos inocentes. Pero llegan días en que: O averiguamos qué hacer con el desastre moral, o las consecuencias serán para siempre irreversibles. Entonces estarán de más juicios y planes de sabios y entendidos. Y de nada servirán las amenazas apocalípticas de los propios infiernos.

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