El provechoso mal gusto

El provechoso mal gusto

Desde que se acercaba a los veinte años de edad, muchos afirmaban que aquella joven nunca había sido quinceañera, porque brincó desde los catorce a los dieciséis abriles.

Indudablemente no era una beldad, pero era de buen carácter, y la sonrisa no se apeaba de sus labios.

Además poseía inteligencia poco común, y como era aficionada a la lectura, su conversación era interesante, amena, y salpicada de humor.

Quizás por la pobreza de su familia, no finalizó los estudios del bachillerato, y se empleó en una tienda de tejidos de una importante vía comercial capitaleña.

Allí la conoció mi amigo, tímido empleado público afectado por una ostensible infravaloración, que llevó a su padre a afirmar que andaba por el mundo agradeciendo a la gente que le permitiera vivir.

El hombre tenía condiciones para enamorar a las féminas, pues era de elevada estatura y constitución física robusta, pero desde que alguna se le acercaba mucho, reculaba como cangrejo asustado.

Al acomplejado personaje solamente se le había conocido una novia, la cual rompió casi de inmediato la relación amorosa debido a que resultó ser más celoso que el Otelo de Shakespeare.

La frustrada damisela dijo que la inseguridad de su ex se debía a que se consideraba el menos atractivo de los hombres del universo, y que por ende, cualquier congénere podía expulsarlo del corazón de su amada.

Un día el medroso caballero me informó que estaba cortejando a la dependienta feúcha que había saltado un año del calendario, y que ella estaba a punto de corresponderle.

El noviazgo duró menos de un mes, y el amigo me confesó que se debió a que él tuvo miedo de que ella se arrepintiera de su decisión si un hombre mejor dotado se interponía entre los dos.

La recién casada convenció al consorte de que renunciara de su empleo, y tomara un préstamo para instalar una pequeña empresa.

El negocito marchó bien, la empleada se convirtió en copropietaria y administradora, las finanzas del matrimonio crecieron, y desde hace algún tiempo asisten a fiestas, viajan al extranjero, y son miembros de un club social de gente de alta clase media, y uno que otro millonario.

Y hoy  el afortunado comerciante manifiesta que, con el dinero logrado por su mal gusto, se ha dado muchos gustos.

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