Si soportáis la disciplina, Dios os trata como a hijos; porque ¿qué hijo es aquel a quien el padre no disciplina? Pero si se os deja sin disciplina, de la cual todos han sido participantes, entonces sois bastardos, y no hijos. Hebreos 12: 7-8.
Cuántas veces nuestros padres nos disciplinaron y nosotros no entendíamos lo que ellos hacían; al contrario, los juzgábamos y nos enfadábamos contra esa disposición. Pero más tarde hemos vuelto a vivir experiencias semejantes, no como hijos sino como padres, y esto nos ha dado la oportunidad de entender por qué lo hacían. Era necesario que fueran fuertes y nos disciplinaran para poder corregir cosas, pues, de no hacerlo, hoy estaríamos perdidos.
¡Qué equivocados podemos estar al pensar que si amamos no es necesaria la disciplina, y si lo hacemos es porque no amamos! Ciertamente el que ama corrige y, si dejamos de hacerlo, es porque realmente el amor de Cristo no está en nosotros. Una disciplina a tiempo evita muchos males; hace que entendamos que las cosas hay que ganárselas con obediencia y sacrificio.
Dios nos trata como hijos; por eso nos disciplina, porque es necesario que seamos formados para que nada nos haga desviar de nuestro propósito. La disciplina duele, pero este sufrimiento es el campo de adiestramiento para alcanzar la madurez espiritual.
Debemos tener la firme convicción de que Dios lo hace porque somos Sus hijos; de no hacerlo seríamos bastardos. Él es nuestro Padre Celestial que vela por nosotros, y no quiere que algo de lo que nos ha dado en los Cielos se pierda. Por eso, para recibirlo en lo físico debemos aceptar con gratitud lo que por amor Él hace por nosotros. Pidámosle que nos muestre qué quiere enseñarnos; cuando esto suceda es porque algo grande está preparando para nosotros.