El ratón en la ratonera

El ratón en la ratonera

PEDRO GIL ITURBIDES
Alberto Fujimori está preso en el Perú. Tal vez recibe trato privilegiado, cual corresponde a personaje que domina multitudes. Pero está en donde debió estar desde los días en que traicionó la confianza de un pueblo que votó por él para borrar los engaños y el latrocinio de los políticos.

Porque no lo olvidemos, Fujimori se presentó como el reverso de la clase política tradicional. Y no hizo más que alcanzar el poder, como tantos otros en el continente, cuando se desdijo con los hechos. De la palabra a los hechos, ciertamente, hay un trecho largo. Fujimori no completó el recorrido. Como tantos otros en el continente.

Cuenta Mario Vargas Llosa en una especie de autobiografía que escribiese por entonces, que Fujimori llegó a la palestra renegando de los  políticos.

Vargas Llosa ondeaba esta bandera, y mantenía un nivel de popularidad oscilante, pero creciente, del 36 al 42%. Hasta el día  en que el “chinito” irrumpió en el escenario. En ese escrito -memorias le llama el novelista-  Vargas Llosa recuerda que “un oscuro profesor de agronomía de la Universidad de San Marcos”, fue presentado una noche por Panamericana  de Televisión.  Faltaba un mes para inscripción de candidatos, y aquella presentación permitió a Fujimori amanecer con cerca de un 30% de popularidad. El equipo de asesores de Vargas Llosa, entre quienes estaba su  hijo Alvaro, consideró a Fujimori como una verdadera amenaza. No fueron trazadas estrategias para combatirlo.

  El novelista era una alternativa al Presidente Alan García, cuya  administración estaba signada por el desorden y la corrupción. De hecho, cuando Fujimori lo sustituyó a finales de julio de 1990, muchos sectores de la sociedad peruana entendieron que debía ser enjuiciado y condenado por peculado. García huyó del Perú, buscando refugio de manera sucesiva en Ecuador, Venezuela y, finalmente, Costa Rica. Hoy, por cierto, es el mandatario en cuyos hombros descansa la responsabilidad de guiar a los peruanos hacia el futuro que se le ha prometido por siglos. Como a nosotros.

  En la primera vuelta de las elecciones de 1990, Fujimori quedó en segundo lugar detrás de Vargas Llosa, con un 33% de los votos emitidos. Por soberbia, pues no debe esgrimirse otra explicación, el novelista decidió no presentarse como candidato en la segunda vuelta. Fujimori, cuyo nombre surgiera al público tras la presentación de la televisora, quedó como único candidato. Y por fuerza, resultó elegido, con el compromiso de rescatar a los peruanos de las insaciables fauces de los políticos. Fujimori, sin embargo, se convirtió en uno de los grandes predadores de las esperanzas de los peruanos.

   Renegó del papel que él mismo se asignase, y resultó tan frustrante  para  el pueblo peruano como lo fueran antes casi todos los gobernantes, militares y civiles. Mucho peor aún, tras los comicios en que se reeligiese, huyó cobardemente hacia Japón para eludir un escándalo por corrupción y violaciones al derecho de gentes. Quiso escudarse en su ascendencia nipona para evadir la persecución.  Pueblo callado el japonés, de gobiernos razonadores, lo acogieron al tiempo que lo empujaban a arrostrar sus responsabilidades. De nada valieron argucias como aquella de postularlo a una posición congresional en la tierra de sus ancestros. Sin bulla, lo sacaron.

   Y pedido en extradición mientras entraba a Chile como hito en el  camino  hacia el Palacio de Pizarro, encontró el fallo que ahora lo mantiene en una prisión limeña. Quisiera escribir que los padecimientos de Fujimori debían servir de ejemplo. Mas tengo la seguridad de que sus cuitas no afectan a ninguno de los políticos de nuestros países. Todos apuestan en una rueda de la fortuna. Y todos apuestan a números ganadores, en connivencia con sus sucesores en un te perdono para que me perdones. Aún así, lo de Fujimori no deja de ser una lección, puesto que la ansiedad mina la salud de este hombre que, sin duda, se siente como ratón en una ratonera.

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